Dicen que no hay nada mejor para cohesionar a todo un país que crear un enemigo. Es entonces cuando los malos gobiernos pasan por buenos, en aras del patriotismo y bienestar de la ciudadanía. Lástima que este conflicto de los pesqueros andaluces con Gibraltar nos haya pillado con el malestar subido. Tanto que hasta las viejas y clásicas rencillas que en su día nos unieron a todos al grito de "¡Gibraltar español!" han quedado convertidas en un "que lo arreglen ellos".
La jugada de propaganda patriótica le ha salido muy mal al gobierno de Rajoy, a quien su homónimo gibraltareño, un tal Fabián Picardo, mira con cierta desconfianza desde su peñón socialista. Es lo que tiene compartir fronteras con tu némesis, a quien no quieres parecerte ni en los sellos. Pero mientras estos dos se tiran los trastos a la cabeza y aprovechan para defender sus votos, los que pierden son siempre los mismos, en este caso la gente de la mar, obligada a faenar a pie de Peñón en la agradable compañía de la Guardia Civil ("fuerzas paramilitares españolas", las llama el tal Picardo). Es más, por si no fuera poco el tener a los ingleses vigilando popas y proas, los pescadores de La Línea y de Algeciras, coprotagonistas del conflicto, andan tirándose las nasas a la cabeza, acusándose mutuamente de favoritismo por parte de las autoridades gibraltareñas. No hace falta que de pistas sobre otros intereses aquí creados: en La Línea manda el PSOE y en Algeciras, el PP. Ya tenemos el cuadro completo.
Mucha gente de derechas me acusa de ser "una insufrible progre de izquierdas", mientras que algunos que presumen de ser muy izquierdosos me llaman "conservadora reaccionaria que merecería el paredón" (tal cual). Ante esto, comienzo desarrollar un estupendo conflicto de identidad en el que no gustarle a casi nadie fastidia a veces, pero también ayuda a ir por libre. Y en ese camino sin retorno, que pasa por Gibraltar, entiendo que el conflicto que me entretiene se debe a un cúmulo de choques de mala vecindad que se remontan al Tratado de Utrecht de 1713, por el que España donaba el Peñón a la Gran Bretaña. Aquello nos ha dolido como un perpetuo grano en el culo, porque una cosa es renunciar a Cuba, que ni la ves ni la sientes, y otra tener que aguantar que los amigos británicos te toquen permanentemente donde más duele: en los bajos.
Cualquier frontera es un cúmulo de problemas. Normalmente las terrestres se llevan la palma, pero ahora las bombas mediáticas llegan desde el mar, cuando ya hemos prácticamente esquilmado los bancos de pesca y las capturas son casi un tesoro. Los pescadores españoles dicen que un tratado de 1999 avala su derecho a faenar en aguas sureñas; los gibraltareños responden que ese tratado existe, pero que vulnera una ley ecológica de 1991 y hay que revisarlo. Todo ello mezclado con amenazas, la Royal Navy, la Guardia Civil y las reivindicaciones soberanas que lanza el gobierno en un vano intento de que nos olvidemos de la prima de riesgo y nos acordemos de la reina madre.
Entre tanto lío diplomático en el que nadie quiere ceder, los que pierden son los mismos: los pescadores a los que se les está privando de su medio vida. No es de recibo que pongas en riesgo tu físico para echar las redes al lado de tu casa, aunque te digan que son ilegales. Si es así, que lo demuestren ante la Unión Europea. Será fácil, ¿no? Dicho lo cual, no tengo ni repajolera idea de quién lleva la razón en este asunto, aunque creo entender que si el gobierno gibraltareño ha estado dando concesiones durante décadas a un número determinados de barcos andaluces para pescar en las aguas próximas, es de recibo que sus patrones se mosqueen cuando les espetan aquello de "donde dije digo digo Diego" y "métase usted la pesca por donde amargan los pepinos".
Lógicamente, éste es mi punto de vista desde este lado de la frontera, que seguramente no tendrá nada que ver con el que se tiene dentro del Peñón, íntimamente relacionado con lo que ellos creen que son sus "aguas" y que, al igual que Argentina con las explotaciones petroleras, nadie tiene derecho a penetrarlas. Lo que sí me preocupa, aparte de la tragedia de las familias que viven de la pesca, es que esto se convierta en un instrumento para reavivar viejas rencillas que nos pueden meter en un lío del quince cuando menos nos hace falta. Porque todos sabemos que cada vez que gritamos aquello de "¡Gibraltar español!", varios miles de vecinos nos responde con un "¡Y Ceuta y Melilla marroquíes!". A ver si Rajoy tiene las barbas de resolver semejante requiebro diplomático con tiento y dejar anonadados hasta a los monos de Gibraltar, los únicos que lo deben de estar pasando teta con estas peleas imperiales.
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