Hace años, allá por los 80, triunfaba en la tele un programa considerado irreverente, La bola de cristal. El ritual de la generación que creció a su sombra era el mismo: sentarse los sábados ante el televisor, con el desayuno listo y las orejas bien atentas. El show basaba su éxito en los Electroduendes, esos muñecos de enorme pelaje punkie, actuaciones de artistas que en la época eran lo más (Loquillo, Radio Futura, Los Nikis), una presentadora que enganchaba (Olvido/Alaska) y, por encima de todo, una forma muy poco ortodoxa de decir las cosas. Por ejemplo, te soltaban aquello de "Hay que aprender a desaprender cómo se deshacen las cosas" y se te subía la rebeldía hasta el infinito y más allá. En el fondo te estaban contando que te portaras bien, pero era la manera de decirlo lo que te producía ese sentimiento antisistema que, fuera cual fuera tu edad, lo recibías como la mejor forma de parecer cafre sin serlo del todo. Recuerdo un episodio en el que la inefable Bruja Avería (ese ser horrendo que se desgañitaba predicando "Viva el mal, viva el capital") era elegida presidenta y nombraba ministros, entre ellos el de Basura y Cultura. Lo repasas ahora y resulta hasta visionario.
Quienes crecieron mamando la sabiduría de La bola prometían. Estaban educados en la libertad de los 80, en la perspectiva de que podrían lograr cualquier cosa, codearse con los famosos sin que se les torciera el rictus y cambiar el mundo. Había ganas de hacerlo: se estrenaba la democracia y todo era nuevo, el poder y el querer. Fue la primera generación que sobrevivió a ese invento inmundo al que llamaron contrato basura, que hizo prácticas sin ver un duro, que vivió la primera crisis fetén, la de los 90. Que le hizo la peineta a estos y otros sustos y consiguió salir adelante asomando la cabeza en un ambiente muchas veces hostil.
Aquella generación es la misma que, hoy, a los treinta y tantos o cuarenta, se encuentra sin trabajo o soportando condiciones laborales insoportables. Esa que solo sale a la calle a comprar el pan (movimiento 15M aparte), que contempla impertérrita cómo el panorama polítco español da un giro a la italiana (un partido de derechas enormemente fuerte rodeado de grupúsculos de izquierda) y que se ha olvidado de la bola y del cristal porque solo se es niño una vez y la vida da muchas vueltas. Cierto es que uno tiende a abrazar el conservadurismo con los años; es impepinable. Pero nadie hacía presagiar aquellas mañanas de sábado, al calor de consignas cuasi anarquistas ("la escuela aburre, quédate en casa") un futuro apático y hostil.
Miramos hacia atrás y nos preguntamos en qué baúl hemos guardado las ganas de cambiar las cosas y en qué momentos nos dejamos ir. A lo mejor aún no es tarde. A lo mejor todavía podemos "aprender a desaprender".
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