Hace unos días me envió un mensaje una ex compañera para contarme que había dejado el trabajo. Estaba harta de malos modos y peores reproches; de insultos; de ver pasar la vida desde el ordenador de la oficina y comprobar cómo poco a poco te vas desenganchando de amigos y conocidos gracias a esos horarios inmundos impuestos por una autoridad bipolar orgullosa de su condición de amo esclavista. Tan cansanda estaba, tan agotada... que se despidió a la francesa perdiendo el derecho a paro y sin saber lo que será de su vida y de su carrera profesional. Yo, que he compartido con ella momentos malos y peores, no puedo más que admirar su golpe de efecto. En estos tiempos que nos ha tocado vivir te encuentras con toda suerte de sátrapas insuflados de a saber qué poder divino y con muchas ganas de retroalimentarse del sufrimiento ajeno. Saben que no tienes otra salida que aguantar y lo disfrutan. Pero todavía queda gente que no aguanta, incapaz de vender su dignidad por un puñado de euros y sacrificar su salud y sus emociones en aras de un trabajo que cada día le resulta más aborrecible.
Pienso en ella y la envidio. Por su capacidad de decisión y por su valor. En mi caso no hubiera actuado igual. Confieso que soy más de obligación que de devoción. Me explico: creo que solo se vive una vez y que las oportunidades hay que agarrarlas al vuelo; que para acertar hay que equivocarse; que más vale errar que no haber probado... Pero reconozco que soy bastante desastre para las decisiones transcendentales. Siempre valoro a quién afectarán, qué consecuencias tendrán, quién sufrirá por ello y quién se beneficiará. Todo lo coloco en una balanza e, irremediablemente, acabo perdiendo yo. Al final me preocupa más el bienestar ajeno que el mío propio y acabo tomando decisiones que no son las correctas o, directamente, evito tomarlas.
La pasada semana me enfrenté a uno de esos momentos. Dos opciones. Elegir entre una y otra. Obligación y devoción. En mi fuero interno esperaba una especie de iluminación divina que allanara el camino, pero si algo tengo claro es que en esta vida no se me va a aparecer la virgen ya no digamos el Espíritu Santo. Los amigos te aconsejan, pero poco pueden sus buenas intenciones contra una cabeza que manda y que en mi caso manda mucho. A veces me gustaría ser menos racional para los grandes gestos, esos que sé van a condicionar parte de mi existencia. Siendo tan impulsiva para ciertas cosas, me sorpende lo cobarde que puedo llegar a ser para otros.
Hubo un tiempo que soñaba lo que todos: soltarle un discursos de los de hacer pupa al jefe abusón, al compañero trepa o al amigo traidor y mandarlos a tomar viento. Pero va a ser que no. Porque luego tengo a alguno de los tres enfrente y acabo inevitablemente poniéndome en su lugar, en el de los míos y hasta en el de los suyos. Yo, que, como diría Hamilton, siempre pienso que son los malos los que levantan una buena película me siento incapaz de soltar un exabrupto y hasta de hacer una pequeña trastada.
Por eso, y por muchas otras cosas más, admiro a la gente que no duda en ponerse al mundo por montera y decir aquello de "hasta aquí hemos llegado". Todos tenemos que aprender de ellos.
Por cierto, en el dilema de la semana pasada ganó la devoción. Poco a poco, pero voy aprendiendo.
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