Decía el otro día Punset que la receta fundamental para curar el desamor es aprender a desaprender. He de insistir en que soy muy fan de esta expresión desde que La Bruja Avería hizo hincapié en ella durante las emisiones de La bola de cristal. La diferencia es que el juego de palabras empleado por el programa resaltaba la doble negación (dos noes equivalen a un sí) con lo que, al final, el mensaje sería que todos teníamos que esforzarnos en aprender (desaprender cómo deshacer). Sospecho que Punset no va por ahí, aunque la moraleja sea la misma.
Creo que el señor que anuncia pan tiene razón en lo que dice. Hay que aprender a desaprender. Siempre que una relación falla debemos empezar de nuevo y despojar a los lugares comunes del recuerdo único de la persona que ya no está a nuestro lado. Eliminar los grandes letreros de neón que acompañan a bares, calles y edificios y que ponen eso de "aquí estuve con...." (rellénese como proceda). Uno no puede recrearse en el pasado esperando que el futuro caiga del cielo. Desaprender resulta necesario para poder aprender de nuevo, para estar en disposición de vivir nuevas experiencias sentimentales y personales. Si lo pensamos bien, en cierta forma todos estamos condenados a repetir el mito de Sísifo varias veces en nuestra vida: subir, subir y subir para luego caer de golpe y volver a empezar. Imposible abstraerse a lo que se convierte en ley de vida, así que concentrémonos en reunir las ganas de escalar nuevamente.
Estoy de acuerdo con Punset en su teoría del desamor, pero creo que esta cosa suya de desaprender no se puede, y sobre todo no se debe, aplicar solo a asuntos del corazón. Ante cualquier mala experiencia hay que hacer un ejercicio de perdón. Y con esto no me refiero particularmente a los individuos que nos han amargado la vida (ahí cada cual con sus rencores) sino sobre todo a aquellos lugares, terceras personas y objetos que, de un modo u otro, asociamos con el dolor. No es bueno empecinarse en "no voy a ir jamás al Museo del Prado porque las Meninas me recuerdan demasiado a mi profesora de Historia del Arte". Ni las Meninas ni el Museo del Prado tienen la culpa de que tu profesora fuera la loca de la peineta. Es un ejemplo tonto, pero que tiene su equivalente en grandes y pequeños problemas y situaciones que nos han hecho daño en mayor o menor grado.
Entiendo que es difícil empeñarse en buscar aliento cuando no ha pasado el duelo. Cada vez que algo se va con dolor todos necesitamos un tiempo para recolocar los muebles de nuestra vida. Y recolocar no significa parchear y esconder la mierda debajo de la alfombra ni la pintura tras el papel pintado; implica restaurar los muebles, tirar aquello que no nos sirve, comprar una tele más bonita, un colchón más cómodo que nos dure varios años y encontrar nuevos compañeros de piso. Habilitar nuestra vida con cosas diferentes, para que un día no empiece a caerse la pintura, asome el papel pintado y aparezcan las caras de Belmez dispuestas a instalarse en nuestra cocina, esclavizándonos la existencia mientras nos hacen creer que somos unos privilegiados por obsequiarnos con su presencia paranormal.
La teoría del desprender es fácil; la aplicación muy difícil. Sobre todo porque, cuando nos toca actualizarla, no nos encontramos precisamente henchidos de optimismo. La ventaja es que esta última virtud, como tantas otras cosas, se retroalimenta y da esperanza. El pesimismo, a lo sumo, solo te proporciona un pírrico consuelo: el saber que tenías razón.
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