viernes, 2 de diciembre de 2011

Bon vivant


Hace unos días comentaba, sin entrar en más profundidades, que el hecho de que la profesión de sacerdocio pasara por ser la que más feliz hace a sus ejercientes merecía una reflexión más allá de la letra impresa. Y como a mí me gusta hacer las cosas que digo, ahí van mis peregrinas ideas sobre el tema.
Las razones esgrimidas para tamaña deducción filosófica se ciñen, básicamente, a que el sacerdocio tiene un hermoso componente de servicio social. Nada que objetar. Pero si nos ponemos a hurgar en el asunto, descubrimos que la razón de ser de dicha profesión está íntimamente ligada al sufrimiento de los demás. Y, por mucho que haga cábalas sobre una abismal diferencia porcentual entre éxitos y fracasos de la labor diocesana, cargar con imágenes de desesperanza y confesiones de dolor no tiene que ser una actividad grata para el alma humana. Vale, uno puedo ser razonablemente feliz viendo cómo consigue sacar a niños de la mendicidad, devolverles la dignidad a las mujeres etc., labores infinitamente satisfactorias. Pero todo ello tiene también esa parte oscura donde malviven aquellos a los que ni tú, ni la institución a la que perteneces, puede llegar. A raíz de semejante mezcla de sentimientos encontrados (¡cómo me gusta esta expresión!), deduzco que el sumum de la felicidad no es intrínseco al propio oficio de cura en tanto en cuanto pierdes la capacidad de autosatisfacerte a ti mismo para darte a los demás. Sinceramente, creo que el recibir siempre y nunca dar es un error, pero el dar siempre para no recibir jamás, es un horror.
Estoy hablando, lógicamente, de un mundo ideal, con un sacerdocio virtuoso, partícipe de una Iglesia preocupada poco o nada por las motivaciones económicas y ajena a vicios tan anticelestiales como la pederastia. Un mundo fundamentalmente icónico, pergeñado en su día por el Papa Juan XXIII (me cae simpático este hombre) en el Concilio Vaticano II, donde se inclinaba por una iglesia de los pobres, alejada de esa institución de privilegiados que muchos hemos, no ya intuido, sino conocido. En su época, el Concilio tuvo un efecto tsunami entre religiosos de todo el mundo, como ocurrió con los jesuitas de América Latina, quienes renunciaron a ser jaleados por las elites económicas para ir en pos de las clases más bajas. Como consecuencia, no solo ganaron adeptos entre el proletariado, sino que convencieron a los ricos educados bajo sus sotanas para hacer lo propio y abrazar las causas de los oprimidos. Todo ello da comienzo a una revolución apostolar, social y hasta económica que mosquea a gran parte de la curia, acostumbrada a vivir instalada en posiciones de grandeza, halagados por millonarios y afines. Una cosa, obviamente, es predicar desde el púlpito, y otra hacerlo con el ejemplo. La cosa llega incluso a mayores con la tantas veces ponderada Teología de la Liberación, esa especie de maxmix entre el marximo y el cristianismo fundamentalmente orientado a los pobres. Los fontaneros del Vaticano se echan las manos de la cabeza: ¿dónde se ha visto una Iglesia católica, apostólica y romana que haga suyas las consignas de los movimientos obreros? ¡Herejías! Intuyo que el Nuevo Testamento no cuenta. La consecuencia de todo esto fue el nacimiento de esos simpáticos movimientos ultraderechistas en el seno del catolicismo, llamados Opus Dei, Legionarios de Cristo y otros grupitos igual de alegres.
Y mira tú por dónde: no sé por qué me da que la felicidad sacerdotal concierne más a estos últimos que a los herederos de la Teología de la Liberación (quiero creer que aún existe más de uno y de dos). Gentes con trabajo fijo, casa pagada y un retiro económico tan cómodo como el espiritual que le viene de serie. No entro en si las necesidades carnales están o no satisfechas y lo que ello influye en la dicha personal (en este asunto me parece que los bomberos les sacan varios "cuerpos" de ventaja a los sacerdotes), pero imagino que, para algunos, preocuparte de la crisis de los demás sin tener que mirar nunca por la propia es un plus de tranquilidad. Por no hablar del respeto social del que goza la figura del cura en determinados lugares tan cercanos a Dios como alejados del hombre. Un respeto que se remonta a tiempos feudales y en el que no voy a entrar, porque para eso ya está la Wikipedia y el amigo google, siempre presto a hacer favores.
Me gustaría imaginar un mundo idílico como el que te plantean en los colegios religiosos, donde insisten en que todo el universo eclesiástico está programado para hacer el bien. Pero me cuesta creer que tanto empeño en fastidiarle la vida a las ovejas engrandezca al pastor. Como dice la canción, "Señor, me has traído a la orilla". Pero en lugar de en patera, en crucero de lujo con, spa y piscina climatizada. Gracias a Dios.



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