"Vamos a ver cómo es el reino del revés". Recuerdo esas palabras como el estribillo de una canción que escuchaba en mi infancia y que me encantaba. Pensaba que debía ser bonito vivir en un mundo del revés; ahora creo que es ley de vida. De eso que llamamos "vida moderna".
El otro día me decía una amiga que se siente como si se pasara el rato llevando la contraria; que, mientras, por edad, debería estar inclinándose hacia posiciones más conservadoras, ella se descubre experimentando el procedimiento inverso y escorándose hacia la izquierda. Normal. Es lógico que, en el transcurso de los años, uno se enroque en las casillas que tanto le ha costado ganar, las reivindique y las atesore ante el temor de que una fuerza irreductible venga y se las arranque. Pero en los tiempos que vivimos, donde todo equilibrio es entelequia, esa sensación de conservar lo que tienes se transforma en una inseguridad inimaginable hace un tiempo, un sospechar que lo que tienes en realidad no es tuyo y que, en cualquier momento, alguien vendrá que lo expropiará.
El neoconservadurismo y el neoliberalismo que invaden el mundo occidental poseen esos efectos colaterales: el temor a que, en cualquier momento, nos quiten nuestros derechos y aumenten nuestros deberes por un bien común que, sin embargo, nos parece un placer reducido a ciertas elites. La actitud de mi amiga, más proclive a un estado igualitario, que sepa repartir la riqueza, crear empleo sin recortar beneficios sociales y garantice ciertas necesidades públicas, me parece lógica e, incluso, deseable.
Pero en este cruce de caminos donde los de izquierdas tuercen a la derecha -muchos siguiendo los dictados de una rabieta irreflexiva aunque justificada-, los que por natural tendrían que ir a la derecha se mueven tímidamente hacia la izquierda y los de centro se inclinan allá dónde venga el viento, podemos observar un acontecimiento todavía más sorprendente: gente que, por la madurez de pensamiento que se supone a su edad, debería estar dedicándose más a la reflexión personal y a teorizar sobre lo público se declara (sobre todo en privado pero, en ocasiones, también delante de extraños), antisistema. Y esto constituye un fenómeno curioso que tendemos a pasar por alto.
El comportamiento antisistema, fuera de un estado dictatorial, es, sobre todo, intimidatorio. Cuando los cauces políticos alientan la participación pública, sea efectiva ésta o no dependiendo de circunstancias excepcionales, las protestas contra los fallos del sistema entran dentro de la lógica, pero no así ciertas actitudes.
Hay gentes de 30, 40 o incluso más, que canalizan sus pensamientos a través de cierta violencia verbal que, muchas veces, les resta toda razón. Es un comportamiento prácticamente adolescente, de reflexión ausente y recompensa rápida, como cuando nos quedábamos con aquello que más placer nos daba o cuando, al elegir entre A y B, siendo A la opción complicada pero que más compensaba a la larga y B la sencilla, lo conocido, lo que no implica riesgo, optábamos, sin dudarlo, por la B. Jugárnosla y arriesgarnos por la A pudiendo ir a lo familiar aunque, a posteriori, fuero mucho menos estimulante y, sí, más castrante, no lo hacíamos así cayeran sobre nosotros las siete plagas de Egipto. Estos tipos de arrebatos son los que sacuden a personas que pretenden practicar la acción sin tener en cuenta la reacción, lo que no es, precisamente, una buena señal. Y que conste que soy partidaria de los hechos siempre que sean reflexionados, consensuados por tus pares, que tengan un fin lógico y unos riesgos calculados (al menos la mayoría). Supongo que muchos me llamarán cobarde, egoísta y todas esas gaitas, pero cada uno es producto de su mismidad.
He de reconocer que, por ejemplo y valga la redundancia, me revientan los revienta manifestaciones. A ver, alma de cántaro, si te ponen una señora valla delante con un señor cartel que pone "No pasar", te la saltas porque te sale de los calzones y luego te detiene la policía, no te quejes ni alimentes las redes sociales con gritos de injusticia. Injusticia sería que, manteniendo una actitud pacífica y civilizada, te corrieran a gorrazos como, de hecho, ha pasado hace muy poco, para nuestra vergüenza y la de quienes nos gobernaban. Lo otro es provocación. Y a semejante causa le sigue un efecto. Si entras al trapo de una, ten valor y asume la otra como error propio o pseudohazaña adolescente. Sinceramente, creo que estamos metiendo en el mismo saco churras y merinas, antisistema con protesta, violencia con justicia social y no, no es lo mismo. Uno de los signos de pasar por la vida y no dejar que la vida pase por ti es mirar en tu interior, analizarte con la objetividad de la que te sientas capaz, saber lo que esperas (de ti, no para ti) y, poco a poco, ponerlo en práctica. Solo de esta forma tienes el derecho a reclamar lo que quieres de los demás.
La anarquía fue un movimiento fascinante a comienzos del siglo XX, el embrión de lo que es el sindicalismo moderno. Obedecía a una situación política desasosegaste y punitiva, un ahogo popular que despertó reacciones extremas. Pero aquello pasó, la historia impartió las lecciones que le tocó dar, los sindicatos consiguieron comenzar a crear su esqueleto y ahora nosotros somos productos de nuestra época y nuestras necesidades, que tal vez demanden otro tipo de acción, menos violenta y más organizada. Una acción que no saque la parte adolescente, siempre deseosa de mandar sobre sus mayores y ejercer una rebeldía "porque yo lo valgo", sino nuestro lado más cabal, decidido y resolutivo, que seguramente no pasará por quemar cajeros o saltarse cordones policiales, pero tampoco pasará por otras cosas mucho más importantes y denigrantes. Si queremos entonar el "No nos moverán" hay que saber en qué lugar nos encontramos. O, más claro aún, quiénes somos y de dónde venimos. Solo así tendremos claro, no hacía dónde vamos, sino hacia dónde queremos ir.
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