No, no voy a hablar del libro de Milan Kundera aunque lo merezca. El título viene a cuento, entre otras muchas cosas, por esa manía edulcorada y cursi que les ha entrado a muchos de querer sellar su amor con originalidad y alevosía. Todo nace entre las almibaradas páginas (que me perdonen las fans de los sentimientos noveleros) del libro Tengo ganas de ti, firmado por Federico Moccia. En él, una pareja bastante dispareja sella su devoción mutua y eterna atando un candado a una de las farolas del Puente Milvio, en Roma. Fue leer semejante declaración de intenciones y predicar con el ejemplo: cientos de parejas de enamorados corrieron prestas al Milvio para colocar su pertinente candado y gritar a Italia que lo suyo, cual tatuaje metálico, era para siempre. Las autoridades, que en un principio vieron con simpatía tamaño subidón hormonal, pronto se dieron cuenta de que el peso de tan grande "amor" amenazaba con tirar vallas y hundir baldosines, por no hablar de la estética feísta bajo la que empieza a fenecer uno de los emblemas de la capital italiana. Total, que donde dije digo digo Diego, y la alcaldía ha dicho que los que se quieren, mejor que lo hagan en casa. Así ellos, mientras tanto, aprovechan para limpiar las calles y mandar a los enamorados a... Verona, que allí si que se vive el amor con emociones a montones.
En España, este país tan fan del copia y pega, hemos decidido que qué mejor sitio para reclutar corazones exaltados que la Puerta del Sol, un lugar estratégico que lo mismo sirve para celebrar una asamblea que para plantar una Jaima. Y allí está el sufrido kilómetro cero, recibiendo candados y amor a raudales. Después de esto, cabe preguntarse cómo nacen las tradiciones, y si cosas tan bonitas como, por ejemplo, las fallas de Valencia o los Sanfermines, no surgieron por un mero accidente doméstico convertido, vía literatura y boca-oreja, en fervor popular. Los mitos son así, endebles.
Pienso en esos candados y calculo, a ojo, las parejas que habrán roto desde su mutua declaración cerrajera. Cuántos momentos de entrega que luego pasaron a ser entregados en adopción. ¿Por qué a veces nos empeñamos en desear cosas que, si se cumplen, nos amargan la existencia? Amores imposibles que, en el minuto uno de hacerse realidad, ya empiezan a pesar cual losa. Inevitable preguntarte por qué tanto pelear para tan pírrica victoria.
Siempre he dicho que la terquedad y la obstinación no son buenas consejeras y que, en ocasiones, nos empeñamos en conseguir cosas que, si lo reflexionáramos un poco, nos daríamos cuenta de que nos llevan hacia el camino de la perdición. Por seguir esa senda de flores con espinas dejamos atrás otros jardines que seguro nos enriquecerían más y cuya ausencia luego lamentaremos, pero, durante el proceso, solo pensamos en ir hacia la luz. No contemplamos que, muchísimas veces, el brillo lo proyectamos nosotros: iluminamos a la persona que tenemos enfrente y que es capaz de encontrar el interruptor que todos llevamos dentro; ésa misma que, estando sola, lejos de nuestro foco, no sería más que sombra. Los demás lo entienden enseguida; los afectados, jamás. Pero, bueno, ahí seguimos, inasequibles al desaliento, trabajándonos con ansia el que alguien, en algún momento y lugar, nos de un candadazo en la cabeza y nos haga entender que lo que nosotros creímos sueño fue, y sigue siendo, una pesadilla. Y de las chungas.
Sinceramente, opino que lo que un candado puede sellar, lo sellan también una tarde de cañas, una noche de cine o esa entelequia llamada "cena íntima" a la que se suele llegar tras mucho agobio y bastante sufrimiento (qué me pongo, qué preparo, de qué hablo...). Al fin y al cabo el simbolismo, sin restar méritos a los tan apreciados detalles, lo llevamos a cuestas: ni un anillo, ni una canción, ni una carta pueden expresar del todo los sentimientos de una persona que se entrega de verdad. Solo el hecho de estar a tu lado, inasequible a las tormentas, inamovible, iluminada por la misma luz y feliz de tener la suerte de compartir momentos contigo, ya vale más que muchos candados. Por alguien así incluso merece la pena hacer el ridículo... y lo que las muy prosaicas autoridades manden.
P.D: Gracias a Cova por soplarme el título de este post. Como ves, mi inspiración tiene vida propia...
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