Decía el otro día Dani Mateo (este fin de semana ha estado sembrado), a propósito del Madrid-Barça, que nos quedáramos todos tranquilos, porque Pepe, ese jugador madridista al que de vez en cuando no solo se le va la olla sino también la Termomix, había estado entrenando con César Millán al margen del equipo. A todos aquellos que hayan permanecido los últimos años en una galaxia muy, muy lejana, decirles que César Millán es "el encantador de perros", ese hombre que pretende conseguir que nuestras mascotas sean tranquilas y sumisas. Pepe, al loro.
César, que tiene un gancho con los perros que ya lo quisiera yo para mí, pretende, más que entrenar a las mascotas, reeducar a los dueños, cosa que así escrita suena bien, pero vista tiene todavía mejor pinta. Tras su programa americano, el bueno de Millán se ha pasado el verano grabando su propio show español, mucho menos glamouroso, pero con un propósito dignísimo: conseguir fomentar la adopción de perros en la península. El otro día tuve la oportunidad de ver un pequeño segmento centrado en una organización dedicada al rescate de galgos. Uno de los animales había sido herido y abandonado; de hecho, todavía arrastraba secuelas del ataque sufrido. Decía César al respecto que una de las virtudes de los perros es que ellos no ven nuestros defectos físicos y que las personas deberíamos tomar ejemplo de ello. No puedo estar más de acuerdo. Durante años hemos alimentado el vicio de quedarnos solo con el exterior sin ver dentro del individuo, preguntarnos qué es lo que verdaderamente siente y piensa y si la fachada que ofrece al mundo es solo eso, fachada, una necesidad de adaptarse al medio que poco o nada tiene que ver con sus inquietudes y su carácter. Funcionamos a base de clichés, como máquinas de clasificar dinero. Vida perra.
Volviendo a los métodos de César, no estoy diciendo que todos seamos sumisos ni que entreguemos nuestra devoción eterna a quien menos lo merece, pero a veces si deberíamos hacer gala de cierto instinto animal. Un perro te quiere porque sí; no busca protagonismo excesivo ni convertirse en el jefe del cotarro. Lo único que pretende es que estés ahí, satisfagas sus necesidades básicas y le dediques el tiempo que crees que se merece. Salvo en el asunto de las necesidades básicas, y a veces también, no nos pide nada que nosotros no busquemos en otras personas. El problema es que algunos están dispuestos a darle el paquete completo (con lazo incluido) a un animal mientras que los humanos, sean dignos de ello o no, se llevan, a lo sumo, una patada en el culo. Y van servidos.
Siempre que debemos tomar una decisión solemos debatirnos entre lo que nos dicta el corazón y lo que nos dice la cabeza. Eso nos pasa por tener un cerebro que, en lugar de ayudar, muchas veces se empeña en darnos la tabarra. Nos olvidamos de que, en la mayoría de las ocasiones, lo importante no es dejarse llevar por uno u otro, sino por un tercer elemento más definitivo e implacable aún: el instinto. O el estómago, como dirían algunos. Es animal, atávico y tal vez irracional, pero tan certero como puñetero. Decía una vez Carmen Posadas en un artículo que el problema no es decidirte entre lo que te dicta el corazón y la cabeza, sino mirar dentro de ti y pensar si vas a poder vivir el resto de tu vida con la decisión, la haya tomado un músculo o el otro. Creo que tiene razón. Ir contra lo que nos dicen las tripas no solo no es bueno a largo plazo, sino que también resulta un coñazo, porque siempre va a estar ahí repitiéndonos aquello de "ya te lo dije", por mucho que nos hayamos entregado a corazón abierto. O a corazón partido, vaya usted a saber.
Los perros no usan cabeza ni corazón para decidir. Se dejan llevar por el instinto, el mismo que les conduce a esa lealtad que tanto les atribuimos y de la que tan poco podemos presumir toda vez que suele ser motivo de disputa entre razón y corazón. Debemos tomar buena nota de su sapiencia animal pero, sobre todo, escuchar los mensajes que nos llegan a los sentidos y que tanto nos empeñamos en ignorar con un "vuelvan ustedes mañana", porque ahora estoy ocupado decidiendo y/o peleándome con molinos de viento. Vida perra ésta, insisto...
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