Siempre he pensado que la felicidad es patrimonio de los tontos. Me refiero a ese estado de dicha perpetua de la que afirman disfrutar algunos. Lo siento pero disiento. En mi opinión, nadie puede ser plenamente feliz las 24 horas del día los siete días de la semana. Es antinatural. Y no, esta reflexión no es producto de ningún optimismo triste o pesimismo alegre: si crees disponer de tamaño goce eterno a voluntad es que, o te falta un hervor o nunca en tu vida has experimentado lo qué es la felicidad, con lo cual tendrías serios problemas a la hora de reconocerla. Toca mirarse un poco el ombligo y poner la neurona en estado de reflexión.
La felicidad es tan deseada y deseable precisamente por su condición etérea, momentánea y rápidamente caduca. Es como un subidón de adrenalina, algo que, como llega se fue, porque el instaurarse en su vivencia implica también su decaimiento. Uno puede sentirse bien consigo mismo y con el mundo, en paz, especialmente contento o en un estado de autoafirmación y autoconfianza, pero ello no implica que sea necesariamente feliz, porque la felicidad, ejercida durante mucho tiempo, pierde su inherente carácter súbito y sorpresivo para convertirse en autocomplacencia y sosiego. Que tampoco está mal (de hecho, está muy bien), pero no es lo mismo. Seguro que los inconformistas de corazón saben a qué me refiero.
Todos buscamos momentos felices cada día. La persecución de un bien tan preciado es lo que nos lleva, no solo a movernos, sino en ocasiones a correr tras ese objetivo que, por muy perecedero que sea, resulta inenarrable y maravilloso cuando aparece. La felicidad, entiéndala cada uno como la entienda, es nuestro motor y nuestro fin último. Pero, es que, además, la buscamos como medio para lograr dicha meta, con lo que se convertiría en camino y destino a la par.
Y, sin embargo, repito, hay quien rehuye esos instantes de gloria en aras de una comodidad mal entendida. Para alguien así, la felicidad no es ese casi orgasmo circunstancial, sino el cerrar las puertas al sufrimiento. No se da cuenta de que ambos sentimiento son inclusivos: que a veces tenemos que pasarlo mal para darnos cuenta de cuál es el resorte que nos hace estar mejor. Es la cobardía del espectador, el que siempre se sitúa en las gradas viendo cómo juegan los demás y gritándole improperios al árbitro si le toca manifestarse. Será porque sabe qué éste no le va a contestar. Allá cada cuál con sus elecciones.
Guillermo Fesser y Juan Luis Cano, los dos componentes de Gomaespuma, tienen un espacio televisivo, tan corto como sustancioso, llamado Yo de mayor quiero ser español. En él, el dúo entrevista a gente normal que hace cosas extraordinarias, no solo en beneficio propio, sino también por los demás. Algunos son caras conocidas, otros no. Pero lo que tienen en común es que, cuando los oyes hablar, notas pasión por lo que hacen, un disfrute que ya teníamos olvidado, porque nos recuerda a tiempos mejores en los que preferimos no recrearnos de momento. Y, sin embargo, ahí están los elegidos para la gloria, toreando los sarcasmos de Guillermo y Juan Luis y enseñándonos que todos podemos hacer grandes cosas si verdaderamente nos lo proponemos con ganas. No solo eso: que para ser feliz no basta con quedarse en casa viendo la vida pasar; hay que salir y dejar que llueva para que luego escampe.
Hace tiempo reivindicaba en en este blog el derecho a estar triste. Ahora reivindico también el derecho a experimentar la felicidad y, sobre todo, el deber que tenemos todos de no estropear la dicha de otros, sino de alentarla y disfrutarla con ellos y, si se puede, junto a ellos. Es mezquino intentar sabotear esos momentos únicos y sublimes que todos nos merecemos. En ocasiones se hace más fácil estar con los demás en los momentos tristes que en los alegres, tal vez porque estos últimos te recuerdan tus propias carencias. Pero hay que tomárselo como un símbolo de esperanza, pensar que si los sueños se cumplen, los deseos se hacen realidad y los instantes de felicidad se tocan y respiran, si las noticias buenas llegan, al fin y al cabo, también nos pueden llegar a nosotros. En cualquier momento y lugar y de la mano, tal vez, de quien menos lo esperemos.
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