lunes, 5 de diciembre de 2011

Teorema de las bragas

Bridget Jones volvió anoche a nuestras televisiones con sus torpezas, sus líos sentimentales, sus kilos de más y sus enormes bragas a las que (cómo pasa el tiempo) hoy llamaríamos "faja reductora" y de la que presumiríamos cual joyón elevado al quinto kilate.
Viendo el comienzo de la película  -creo que jamás llegué hasta el final, soy así de inconstante en este tipo de historias-, volví a entender por qué está criatura de ficción consiguió lo impensable: que mujeres de medio mundo se sintieran reflejadas en Bridget y sus cosas. Y es que los perdedores molan cantidad. Difícil empatizar con las top models aladas de Victoria's Secret cuando puedes hacerlo con una británica, culona y del montón, que tiene el mismo ojo tuerto que tú a la hora de escoger hombres y que, cuando las cosas le salen bien, es porque algo está a punto de salirle rematadamente mal.
Sin embargo, no todas tenemos un capullo en nuestras vidas con la cara de Hugh Grant. Ni falta que nos hace; este tipo me cae realmente mal por motivos estrictamente personales (tropecé con él en alguna que otra ocasión). Quitándole el rostro de Grant, es de lo más habitual darte de bruces con hombres que no merecen la pena. Lo que no es tan nomal es caer en la cuenta de que el tipo en cuestión es más orco que príncipe en menos de 90 minutos. Ya nos gustaría, ya. Lamentablemente, la película real que a todas nos toca protagonizar tiene bastante más metraje y, cuando te das cuenta de que has cometido un error de dimensiones pirenáicas, ya vas por la cuarta entrega de la saga. Y en ésa no hay Amanecer, ni tan siquiera Crepúsculo. Todo lo más, un Eclipse de sol que te deja ciega de tanto contemplar la nada.
Ninguna mujer se libra de ser Bridget Jones. Todas nos hemos sentido alguna vez como vestidas con bragas de abuela, bata boatiné, zapatillas deslustrada y rulos en el pelo. ¿Por qué? Porque hemos visto la caricatura de nosotras mismas en los ojos que nos miraban con, se supone, cariño y aprecio sincero. Y eso no gusta nada. Es en ese instante cuando la confianza en una misma se debilita, el castillo de naipes se desmorona y todos nuestros trucos de seducción pasan a dormir el sueño injusto en el maletín de la señorita Pepis. Nos sale la vena Jones, de llorar en brazos de amigas aún más descarriadas, hincharnos a chocolate o a cervezas (depende del nivel de despendole de cada cuerpo) y decir "hasta aquí hemos llegado. Nunca más". Pero el nunca se transforma en quizás, el quizás en a lo mejor y el a lo mejor en va a ser que sí. Y vuelta a empezar.
Siempre que he empezado a ver El diario de me han entrado a ganas de emular a mi abuelo cuando se ponía a hablar con el televisor. Quisiera decirle a la señorita Bridget que espabile un poquitín y que acepte los requiebros de Colin Firth, ese caballero tan puesto y apuesto que, a pesar de su monogamia consecutiva y de todas las mujeres a las que es, ha sido y será fiel, está enamorado de la prota hasta las trancas y en silencio. A lo mejor es que ni él mismo lo sabe o no quiere saberlo (muy masculino este empeño en esquivar los propios sentimientos y tirar por la vía de enmedio). Nos sale la vena materno-consejera que todas perdemos en la vida real, cuando somos incapaces de ver lo que tenemos delante de nuestras narices ni aunque nos lo muestren en tecnicolor y 3 D.
Un artículo de El País de ayer hablaba de los daños que está haciendo el Photoshop pervirtiendo la imagen real. Nadie puede parecerse a una retocadísima foto de cualquier top model. Ni siquiera una niña de 15 sería capaz de asemejarse a esa Madonna cincuentona desprovista de arrugas y planchada al vapor. Resulta traumática la lucha encarnizada por desterrar cualquier vestigio de celulitis, arrugas y lorzas que emprenden algunas y algunos en su afán de alcanzar un ideal del todo imposible. Por eso nos gusta Bridget hasta el punto de convertirla en una las nuestras: porque nosotras, a poco que nos den cancha, también somos un poco esas bragas enormes y sin complejos, capaces de sacar el brillo sexy de la normalidad más opaca. Porque ya nos machacan demasiado desde el exterior como para que nos flagelemos también desde el interior como si fuéramos culpables de comer, reír, llorar, sentir y cumplir años. Lástima que haya tan poco Colin Firth para tanta princesa...

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