Este puentazo que algunos empezaron a vivir entre ayer y anteayer va a marcar el pistoletazo de salida a muchos ritos navideños. Entre ellos, la decoración doméstica (caldo de cultivo para futuros arquitectos de interiores con gustos barrocos), la compra de regalos, el acopio de marisco y tantas otras tradiciones que nos llenan de orgullo y satisfacción.
He de confesar que a mí, las navidades, directamente me la sudan. No es solo por motivos ideológicos, que también. Teniendo en cuenta que los estudios parecen ubicar el nacimiento de Jesús allá por marzo, esto viene a ser como cuando estabas en el colé, tu cumpleaños era en agosto y lo celebrabas en mayo para no pillar a los colegas con el paso cambiado. Menudo chocho se podía montar si conmemoramos el bautizo con la Semana Santa, pariendo a la criatura para luego ensartarla en la cruz. En fin...
Confieso que la Navidad nunca ha sido una época maravillosa de mi vida por motivos en los que no voy a entrar, y que la cosa empezaba a mejorar bastante a partir del 7 de enero. Tal vez por esto me pongo mustia y otoñal durante fechas tan señaladas, no encontrando alivio ni cubriéndome de espumillón toda yo, desde el moño al pinrel. Cuestiones sentimentales aparte, esta orgía consumista y glotona que nos aguarda me parece fuera de lugar. Y en tiempos de crisis, más todavía. Las obligaciones nunca son buenas, y el mandato divino de regalar, comer como si en cualquier momento nos fuera a caer encima la estrella de Belén y ponerle buena cara a quien el resto del año te amarga la vida solo porque sea Navidad, me parece una soberana injusticia. Uno amanece en enero como si hubiera vuelto de una noche de ésas en las que se ha acostado con el o la más guapa del baile y descubre que quien todo era encanto y oropel le ha robado la cartera, la tele y el ordenador. Eso sí, a cambio le ha dejado unos guantes del Todo a un euro y una corbata que no se la pone ni Marichalar en Carnavales.
También he de confesar que yo soy más del Grinch, Ebenezer Scrooge y similares que de Papá Noel, ese hombre que en fechas tan señaladas debe dedicarse a robar polvorones por las casas para alimentar barriga durante todo el año. A poco que le suba más el colesterol, el amigo de los renos no llega a 2012. Y ni falta que le hace, porque si el mundo se acaba el 12 del 12 de 2012... Lo dejo, que las tonterías me pierden. Volviendo al asunto, el otro día un niño me discutía la existencia de Papá Noel con una demostración empírica. Esto es, si la NASA ha hecho un programa donde puedes consultar qué país está visitando Papá Noel la noche de autos a tiempo real, eso indica que el hombre de rojo existe. A ver quién es el guapo que refuta semejante teoría.
Curiosamente, la de los Reyes Magos tiene cada menos credibilidad por idénticas cuestiones de logística. Al parecer, los tiernos infantes, muchos de ellos habitantes de minipisos y curtidos en la cultura de la consola, empiezan a dudar de que tres señores con corona, pajes y camellos entren por el ojo de una aguja o, lo que es lo mismo, por la puerta de su casa. Conclusión: no existen. Segunda conclusión (esta ya mía): una pena. Con lo que Baltasar ha sido para nosotros... y para ese juez de Huelva que le ha tocado fallar a su favor en el caso del caramelo arrojado al ojo de la inocente dama que esperaba al pie de la carroza. No hay caramelazo que deje ciegue a nuestra justicia.
Siempre digo que, si tuviera la facultad de mutar, lo haría en oso. Me metería en mi cueva allá por finales de octubre y despertaría a mediados de enero con ganas de darle una alegría al cuerpo. Sin villancicos, sin largas comidas a las que uno no suele asistir por devoción, sin congas de fin de año, sin resacas y sin luces horteras e intermitentes. Las mejores navidades, a mi entender, son las que celebran los países musulmanes. Y lo digo porque me sale de lo más "jondo".
Así que, mientras espero a ver en qué queda la coyunda entre el buey y la mula, confío en que los soldados de Herodes no le montan una revolución por haberles quitado la paga extra, y sobre todo, aguardo con ansia el discurso navideño del Rey para ver qué rostro se le queda cuando nos aconseje austeridad mientras Urdangarín le sonríe desde la foto del salón, felices preparativos a todos. Y, como dice una amiga (ya estás tardando en montar tu propio blog, por cierto), no coloquéis todas las bolas en la parte baja del árbol que luego parece el caballo de Espartero y queda feo.
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