lunes, 26 de diciembre de 2011

(In)diferente

El otro día presencié un debate (e incluso participé en él) sobre la conveniencia o no de imponer normas de aplicación general a subgrupos. En casi cualquier país que nos venga a la mente existen minorías de diferente raza, procedencia o herencia cultural cuyo empeño en preservar sus costumbres es a veces tan encomiable como obstinado. De hecho, no faltan las ocasiones en que, durante el proceso de asimilación de estos conjuntos por el total de la nación, se produce el debate de si se deben adaptar a las leyes que rigen el territorio y el Estado que los ha "absorbido" o si, como comunidad (imaginada o no; allá cada cual con las teorías de Anderson) la razón les acompaña a la hora de preservar ciertas costumbres que chocan con el derecho interno de cada país.
En el caso español tendríamos, por ejemplo, la pervivencia de los fueros, o la tan traída y llevada "justicia gitana", que a veces implica un enfrentamiento directo con la ordinaria. Similar problema existe en los países de América con algunas comunidades indígenas, empeñadas en resolver sus litigios según la costumbre (o sea, a la antigua usanza) en lugar de someterse a las leyes del Estado en el que se encuadran. Estos reclamos son objeto de debate intelectual y parlamentario, en ocasiones resuelto con la convivencia forzada dentro de un mismo territorio de dos justicias sociales completamente antagónicas. Personalmente, soy más pro justicia universal que particular, tal vez porque, en mi ingenuidad, sigo pensando que todos somos -y debemos ser- iguales ante la ley. Pero también entiendo que el empeño en preservar la identidad cultural puede dar lugar a conflictos importantes y que, en casos donde no sea posible aplicar un mismo rasero, lo idóneo será decantarse por la ley más favorable o menos estigmatizante. Quiero decir que, ante la duda de si aplicar dos años de cárcel o lapidar a un individuo, obviamente, las autoridades tendrían que hacer lo imposible porque la pena cumplida sea la de la cárcel.
Todo ello me vino a la cabeza cuando leía esta mañana la nueva vuelta de tuerca del caso de esta mujer iraní, Sakineh Ashtiani. Para quien tenga la memoria ocupada en otros menesteres, Sakineh fue acusada, primero de adulterio y, después, del asesinato del su marido. Mientras que, al parecer, en cuanto al controvertido delito de adulterio hubo unanimidad, en el de asesinato fue acusada únicamente de complicidad. Resultado: muerte por apedreamiento. Ante tamaña bestialidad, la comunidad internacional se plantó en jarras delante de los mandamases iraníes diciéndoles que aquello era una barbaridad muy bárbara y que la pena no estaba, en ningún caso, a la altura del delito. Nuevamente la actuación del todo contra las partes. El gobierno iraní se achicó, suprimió la lapidación y mantuvo a Sakineh purgando pena en la cárcel.
Pero hete aquí que, cabreados como deben de estar, los justicieros aducen que el adulterio es una cosa y que el asesinato otra, de tal forma que se han puesto a sopesar la conveniencia de ahorcar a la rea. Por mucho que se empeñen los organismos internacionales, hay que pagar con sangre, ya que, al parecer, solo la letra con sangre entra. Desconozco si Sakineh cometió los delitos que se le imputan, pero lo que sí me llama la atención es que, mientras leía la noticia, en los foros aparecían dispersos comentarios que, más o menos, venían a decir algo así como "son sus costumbres; allá ellos". Traducido: "total, van a acabar haciendo lo que les da la gana...". Semejante actitud me parece no solo indignante, sino de un pasotismo tremendamente culpable. La pena de muerte es un castigo salvaje; como también lo es arrancar cabelleras, empalar a la gente en la plaza del pueblo y quemar a las viudas tras la muerte del marido. Creo que en nuestra conciencia está protestar y, poco a poco, empeño nacional o internacional mediante, hacer entender al otro que quizás, sus castigos no son precisamente los adecuados. Y no se trata de ver quién es más civilizado y mea más lejos, sino de contemplar derechos tan fundamentales como el derecho a la vida y a la igualdad, aunque también a la diferencia. La cultura es un bien, contar tu historia y la de tu pueblo es un honor, pero más lo es saber dejar atrás afrentas indignas e inhumanas que no previenen el delito sino que alientan el desprecio.
Hay mucho que reflexionar sobre este asunto de la imposición legal, pero más aún en el asunto delito-castigo. Y hay que reconocer que así, a nivel de andar por casa, los españoles somos la leche. Cambiando completamente de tema y poniendo algo de frivolidad en un asunto tan duro, tal pareciera que, en este país, cuando alguien famoso es sospechoso de haber cometido, aunque solo sea una "travesura", se procede inmediatamente a su lapidación. En sentido figurado, claro. Pero la cosa no queda aquí; tras sobrellevar el vía crucis judicial como bien pueda, más pronto que tarde lo tenemos de vuelta, copando minutos televisivos y convertido en la estrella más rutilante del firmamento catódico y el universo justiciero. Sin ir más lejos, está el caso de esta famosa, que pasará por el juzgado el próximo año para responder por su presunto trinque de un presunto dinero público a través de su presunto pareja pero que, bastante antes, despedirá el año desde la pantalla "amiga" tomándose las uvas mientras da la campanada. Y nosotros, felices, cual marinero de luces mirando al tendido. Personalmente, a mí, que me felicite el presunto año nuevo una presunta delincuente me da presunto mal rollo, así que casi prefiero un maratón de Los Simpson. O de American Horror Story, mi último placer culpable. Una también tiene sus debilidades....

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