Voy a contar una historia más bien patética. Una empresa del montón, en tiempos tristes, se dedica con esmero a despedir empleados para solucionar todos los males que le causan los mercados. Como es de suponer, antes de tomar tan drástica medida, se afana en hacerle la vida imposible a los condenados, para ver si hay suerte y estos optan por cambiar de aires sin que caiga sobre ellos todo el peso de la mala e incompetente gestión. Lógicamente, el deceso se produce y, con el tiempo, quienes todavía siguen en sus puestos optan por no hablar de los finados, borrándolos de sus vidas como si jamás hubieran existido para, se supone, evitar represalias. Los despedidos, que bastante tienen con lo que tienen, se convierten así en apestados, tratamiento recibido tanto por quienes en su día les echaron como por sus supuestos pares.
Esta historia de terror me parece, en sí misma, un despropósito, Más que por la mala suerte de los parias, por esa situación de síndrome de Estocolmo que envuelve a quienes todavía conservan sus puestos de trabajo y, con ellos, al parecer -deduciéndolo siempre del ejercicio de la servidumbre-, también fortuna, amigos y amores. Sinceramente, no creo que eso sea así. Primero, porque ningún jefe (y esto es hasta denunciable) puede interferir en tu vida privada, tener la osadía de decirte con quién sales en tus ratos de ocio, a quién llamas o con qué tipo de personas debes mantener el contacto. Es irrespetuoso e indecente. Los límites entre lo privado y lo profesional se confunden debido a las horas que pasamos encerrados en los mismos sitios. Normal. Pero eso no implica que me tengan que caer bien los amigos de mi jefe solo porque este último ocupa un puesto superior al mío. Del mismo modo, él no puede decir absolutamente nada sobre las personas con las que yo me siento a gusto; de hecho, ni siquiera es tolerable que de su opinión si yo no se la pido o que se empeñe en averiguar a qué dedico el tiempo libre. Los estados dictatoriales, las amenazas, las represalias ante comportamientos estrictamente privados son denunciables y merecedores de castigo.
Aborrezco los abusos de autoridad, pero, en esta historia que me ha dejado ojiplática, entiendo también que tan criticables son los que amenazan como los que se dejan amenazar. Porque si uno no tiene derecho a controlar la esfera privada y los afectos de las personas a su cargo, el otro tiene el deber de impedirle que lo haga si sospecha que, de una forma u otra, lo pretende. El dejarse arrastrar por este juego de impares implica poco carácter, nula personalidad y una falta de respeto a ti mismo y a los que, se supone, son o han sido tus compañeros e incluso tu amigos. Por supuesto, la lealtad se convierte en una entelequia.
Sé que soy una idealista y creo en la igualdad y todas esas "gaitas"; por ello opino que no debemos sacar a pasear nuestra parte más pusilánime en determinadas situaciones, porque eso solo acrecienta los abusos. La ley del silencio denigra a quien la impone y, al menos en esta ocasión, a quien la sigue. Sobre todo porque el objetivo último de los dardos enemigos y "amigos" es el que menos lo merece, incrementa su indefensión y echa más sal a una herida que nunca debió ser inflingida.
Los cobardes no siempre comparten filas. Eso sí, inevitablemente, serán los primeros en abandonar el barco para, a lo mejor, darse cuenta de que nadie está dispuesto a tirarles un salvavidas. Luego se preguntarán por qué...
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