La primera es ese fresco recién descubierto que, según los expertos, es obra del gran Leonardo da Vinci. La noticia, que podría ser de ésas de caerse de espaldas, acaba convertida en una más debido al no parar de aparecer obras ocultas del gran Leonardo. Y una cosa es evidente: o los expertos en da Vinci no han sabido descifrar su código o el polifacético artista sentía un placer inusitado escondiendo su tarea en lugares insospechados para descojone póstumo. El asunto va por buen camino: a este paso habrá obras de Leonardo hasta debajo del entarimado de la Casa Blanca. Todo ello partiendo de la base de que el pintor era un individuo hiperactivo (al estilo de los niños nacidos en diciembre que, según los últimos estudios, tienen tendencia a ser diagnosticados erróneamente de hiperactividad cuando lo que tienen es inmadurez propia de la edad; manda huevos), o, anticipándose al estrés postmoderno, un trabajador compulsivo que, al igual que las mujeres, ni siquiera se tomaba su rato para ir al baño o lo que fuera que hubiera en la época para resolver asuntos internos. Perdón, que me he equivocado, que algunas de las mujeres sí defecan, pero solo las que salen en las películas de Almodóvar.
El caso es que, a día de hoy, el mundo del arte descubre tesoros de Da Vinci a la misma velocidad que Rajoy hace recortes. Un escándalo. Vanagloriémonos todos y que siga la racha. Y, sobre todo, miremos bien en el arcón del abuelo, no vaya a ser que se le haya quedado un grabado remetido entre las páginas de la primera edición de la Constitución española. Y ojito con los graffitis del ascensor, que lo mismo son de Basquiat y nos pueden sacar de pobres.
La otra noticia tiene que ver bastante con el arte en vivo y está relacionado con Emmanuelle Béart, que ha aprovechado que no la oye nadie para salpicar de sapos y culebras su discurso contra la cirugía estética. Al parecer, la actriz se operó los labios en la veintena (no habla de ninguna otra intervención quirúrgica, aunque observándola podamos imaginarnos cualquier cosa) y ahora está que fuma en pipa. Vamos, que cuando se mira en el espejo ve a Candyman sin necesidad de nombrarlo tres veces. Normal porque, con todos mis respetos, se le está quedando la cara de gato al uso, ésa que lucen muchas mujeres de mediana edad a las que no nos costaría suponer parte del elenco de Cats. Lo que tendría que haber sido una obra de arte en la piel de una mujer bella de natural, ha acabado convertido en desastre ecológico, no tanto por la estética, sino por la imagen sumamente distorsionada que, al parecer, la señora Béart tiene de sí misma.
La actriz cuenta con el handicap de moverse en un universo demasiado pendiente de la belleza externa y donde cumplir años supone una amargura. Pero debería entender que no está sola. Otras como ella también lo hicieron y la inversión no les ha traído más trabajo, sino todo lo contrario. Véanse si no los casos de Meg Ryan, Melanie Griffith o incluso Nicole Kidman, que nos parece más de cera que la figura que la representa. Sin embargo, hay que ser justos con Béart: admite que los retoques están bien para solventar complejos, pero mal cuando se intenta perfeccionar lo que ya, prácticamente, no puede ser más perfecto. En ese caso hay que afrontar lo evidente y asumir que, si te arriesgas, lo más probable es que vayas a peor.
Me parece bien que las actrices y modelos se pongan de uñas rojo pasión contra el Photoshop y la cirugía estética, aunque a veces suene más a una pose para congraciarse con las mujeres "reales" que un propósito salido de sus entretelas. De todas formas, en mi ignorancia, siempre he pensado que ambos colectivos se dedican a interpretar, y que llevar puesta de serie una careta tipo Anonymous pero más maqueada, tal vez pueda ser considerado incapacidad laboral. Después de todo, uno de los instrumentos fundamentales para el desempeño de su profesión es el rostro, el mismo que, de tanto vapulearlo, se les ha quedado, prácticamente, de cemento armado.
Es un triste signo del ser humano el querer lo que no se tiene, la insatisfacción, el desear ser otro. Esto nos puede llegar a estimular, pero también genera sentimientos tan poco aplaudibles como la envidia, el odio y las ganas de humillar al contrario. Y aunque en este duelo de opuestos todos creamos que somos el bueno, objetivamente no es así. A veces resulta imprescindible cerrar los ojos a los propios temores y abrirlos a los halagos ajenos, creer a la gente cuando nos piropea y nos dice que somos maravillosos tal y como nos ven. Porque sí, todos somos fantásticos para alguien. Y ya que estamos ojipláticos, insisto: aprovechemos para echar un vistazo al secreter de la tía del pueblo, no vaya a ser que esconda un Picasso con la lista de la compra apuntada por detrás y arreglemos el déficit español de un pincelazo. ¡Qué arte!
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