Que no cunda el pánico: el condado de Los Angeles se ha puesto serio y obliga desde estos días a usar preservativo a aquellos actores de la industria del porno que ejerzan la profesión dentro de su territorio. Bueno, en realidad ya había normativas anteriores que predicaban lo mismo, pero se ve que aquí los fornidos muchachos se las pasaban por la entrepierna.
El valle de San Francisco, lugar de rodaje de tantas cintas de arte y ensayo, está que se la agarra con papel de fumar. Y es que, amigos, esto de entorpecer la emoción del momento con un mundano condón corta mucho el rollo a la peña, que vive el romanticismo del mete-saca con la poesía propia del endiñarla y no retirarla.
En mi opinión, creo que el momento condón, si algún director se atreve a mostrar la secuencia "póntelo, pónselo" a cámara, dotará a la bien dotada industria de un poco de cinema veritá. Además, por supuesto, de prevenir varias enfermedades de transmisión sexual sida incluido. Y cuanto más sanos estén nuestros chicos y chicas, más aguantarán trotes y cabalgadas con la moral alta. Y lo otro también. Pero volviendo a la cuestión del realismo, que nadie me discuta que el porno ha herido de muerte ala sexualidad de los soldaditos de a pie. Porque a ver quién es el guapo que aguanta horas en posición de firmes y la bella que soporta estoicamente posturas imposibles que dejarían lisiada de por vida a una campeona de gimnasia. El argumento de estas obras de arte es lo de menos; lo demás es repetir la jugada desde todas las perspectivas posibles: tirando desde la banda, desde el punto de penalti, apuntando al larguero y hasta haciendo viguerías en medio campo. Todo ello intentando no correr demasiado para permitir el cuerpo a cuerpo con la defensa.
Y no solo eso, porque los neumáticos muchachos que pueblan el panorama erótico festivo de ficción son tan reales como Harry Potter. Probablemente unos y otros sepan usar la varita con maestría, pero tantos cuerpos hormonados, recauchutados y vitaminados se parecen más a un holograma salido de la versión más chusca de R2D2 que a cualquiera de nosotros, vulgares mortales que sudamos, nos despeinamos y tenemos mal aliento por las mañanas.
Dicen los popes del porno que sus "sexudos" intérpretes pasan la ITV regularmente (se les miran mucho los bajos y poco los altos) y que están, pues eso, divinamente. No lo dudo. Como tampoco dudo que las estadísticas médicas evidencian una importante cohabitación del virus del sida con los trabajadores del género. Ha lugar para ocultar, sobre todo si tenemos en cuenta que este alegre mundillo mueve fortunas equivalentes a varios PIB de muchos países africanos calculados en su conjunto. Pero también pienso que no estaría mal educar a aquellos espectadores, que se entrenan regularmente para despejar la X, en la sabiduría de lo que es una enfermedad de transmisión sexual y la importancia de evitar contagios. No toda la labor educativa de la pornografía puede consistir en "descargar" delante del ordenador lo mejor que llevamos dentro.
Debo de confesar que a mí el porno me parece, fundamentalmente, un coñazo. En los títulos de crédito ya sabemos quién es el asesino y a quién atacará con su sable. Y así es difícil engancharse. A las historias, pero también a los protagonistas, alguno de ellos logrados monumentos al universo más choni. Porque parece ser que aquí, para ser un dios del sexo, hay que empezar por vulgarizarse y desglamurizarse. Y, a ser posible, imitar en modales elegantes y seducción fina a los chicos de Jersey Shore, ese falso reality que, allá por 2006, convirtió la cuestión choni en fenómeno de masas a nivel mundial, con unos protas masculinos empeñados en arrimar cebolleta mientras sus colegas femeninas chupaban plano enseñando el entreteto. Vale, no había porno físico, pero el porno mental de la alegre pandillita de Jersey todavía nos seguirá salpicando un tiempito más. Y, para eso, amigos, sí que no hay condón que valga.
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