viernes, 23 de marzo de 2012

Lealtad y punto

Muchas veces me he preguntado si mi concepto de la lealtad excede los niveles tolerables para la raza humana, si exijo más a la gente de lo que ésta puede dar. Siempre he pensado que hay virtudes que tengo, tal vez, en demasiada alta estima. Si las agrupáramos todas en una deliciosa tarta de merengue, la lealtad sería la vela encima del pastel. Hay gente que me ha hecho dudar y ha intentado inculcarme la idea de que soy demasiado estricta en determinadas cosas. Puede ser. O así lo creía yo hasta que, hace unos días, leyendo algo sobre el tema de puñetera casualidad, me di cuenta de que no solo no soy una persona excepcional a la hora de tener claros ciertos conceptos, sino que me calificaría del montón o de lo más vulgar, porque son muchos los que comparten mi idea de lo que es la lealtad. Demos gracias a la educación, a los valores que nos inculcaron nuestros padres y, ya que estoy, a mi público que me quiere tanto.
Es normal que entre amigos que se tienen un cariño especial surjan problemas debido a los celos, y que estos celos estén motivados por la deslealtad de una de las partes. Me considero una de esas personas para quienes los amigos son importantes y quiero ser especial para ellos igual que ellos lo son para mí. Tal vez por eso resulta tan difícil admitir que dediquen más tiempo a otras personas cuyo objetivo en la vida no es precisamente la paz mundial. Por mucho que nos reviente el hígado, es hasta lógico que quienes creemos amigos se lleven bien con otros que a nosotros no nos gustan un pelo o que con los que, incluso, mantenemos ciertas guerras. Pero una cosa es llevarse bien y otra muy distinta adoptar sus modismos y costumbres, darles siempre la razón, confraternizar con ellos como si fueran de la familia y dejarnos a nosotros, literalmente, con el culo al aire.
Siempre he pensado que en un conflicto a veces es obligado tomar partido. Pero hay que ser muy cuidadoso a la hora de calibrar con quién vas, porque puedes causar daños innecesario a uno de los contendientes. Tienes que decidir cuál es tu bando o a qué duelista le das la razón, y saber explicar por qué llegado el caso. Si no lo haces, si te niegas a adoptar una postura y continúas en tus trece de confraternizar con el enemigo de quien dices es tu amigo, puedes sembrar dolor y desconfianza irreparables.
Normalmente, el desleal no explica sus motivaciones para navegar entre dos aguas con tan poco estilo. Se limita a soltar frases como "la pelea que tengáis vosotros dos es asunto tuyo, no mío", "yo en esto no me meto" o "allá vosotros con vuestros problemas". Y lo dice mientras continúa con su hábito de poner una vela a Dios y otra al diablo. Pero también puede seguir otra táctica mucho más dañina, que es hacerse el ofendido porque el amigo saque a relucir la deslealtad que ya es evidente y demostrable. En ese momento se enfadará, amenazará y provocará que el amigo se achique y recule, primero, por no hacerle sufrir y, segundo, por no perderle. Será éste quien, después de cada bronca motivada por los celos de la amistad, hable con el desleal intentando aclarar las cosas y consolándole como si verdaderamente fuera víctima y no verdugo. No importan que se cuestionen principios básicos de la relación: el desleal adoptará el papel de protagonista ofendido y dolido, y el amigo el de bombero, siempre presto a apagar el fuego y a arreglar un entuerto del que, más pronto que tarde, saldrá quemado. Pero de lo que no se da cuenta el primero es que, con cada una de sus acciones torticeras va sembrando las dudas en su amigo, y que el poso de dudas, a poco que se acumule, se convierte en una gran montaña de desazón.
El desleal abusa de la confianza de sus amigos una y otra vez, repitiendo siempre los mismos comportamientos y siguiendo, paso a paso, idéntico guión. Hasta que un día asesta al amigo el golpe más amargo y éste se plantea de verdad si ha escogido al compañero adecuado y si no debería de haberle dejado claro capítulos atrás aquello de que los enemigos de mis amigos son mis enemigos.
Yo creo que todo esto tiene una solución fácil y es la elección. Cuando el desleal por fin da la cara y elige entre el amigo y el enemigo, el amigo siempre va a salir ganando. Si se decanta por él, porque sabrá que es una persona que le quiere de verdad, que está a su lado y que intentará por todos los medios corregir el desliz de la desconfianza; si escoge a su enemigo entenderá que ha compartido camino con alguien que nunca ha estado de verdad a su lado, que no lo está y tampoco lo estará y, que además, no merece estarlo. Las personas se definen por las decisiones que toman, y algunos mucho más de lo que creen.
Pero, bueno, yo aquí hablando de sangre, sudor y lágrimas, mientras Cospedal, esa señora que tanto importa y que dijo que los españoles deberíamos trabajar más y cobrar menos sigue con el hocico torcido después de intentar colocar a su esposo como consejero de Red Eléctrica y haberse visto obligada a retirarse con el rabo entre las piernas. Con perdón. Que aprenda de Soraya Sáenz de Santamaría, que ve como su santo es nombrado consejero de Telefónica (lugar de retiro laboral de presuntos corruptos con pedigrí) sin ninguna queja por parte de las huestes peperas. Eso sí son lealtades y no las que nos alumbran a los ciudadanos de a pie, que lloramos hasta acabar con la desertización cuando quienes creíamos amigos besan el suelo que pisan nuestros enemigos. Vida perra...

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