Noto gran algarabía en la corte ante un editorial, publicado estos días en El País, que efectúa un encendido elogio de la institución monárquica. Para quien sienta algo de curiosidad sobre el tema, el texto empieza bien, criticando a Urdangarín y tal y tal, para meterse ya en camisa de once varas o en corona de cinco puntas aludiendo, prácticamente, a que la monarquía es lo mejor que nos ha podido pasar a los españoles en años. Que digo en años, ¡en siglos!
Estoy de acuerdo con El País en que Juan Carlos I cumplió con el papel encomendado en la transición. Me pronuncio en total desacuerdo, sin embargo, con esa idea que subyace de que a la realeza le debemos todo y que, sin ella, no somos nadie. Como si el rey en persona o el príncipe en su defecto nos fueran a aliviar esta crisis que malsoportamos. Va a ser que no.
Personalmente, me alineo con aquellos que defienden que España es una democracia joven cuyo asentamiento ha resultado un camino duro y, en ocasiones, extremadamente complicado. Tanto que, por ejemplo, todavía sufrimos vomitonas y ardores de estómago relacionado con aquella crisis del pelotazo de tan infausto recuerdo. Nuestro país es un Estado renovado que se ha ido institucionalizando poco a poco y con gran cuidado (la ley de régimen electoral, por ejemplo, data de los años 80), pero ello no quiere decir que, más tarde o más temprano, reconozca la figura del rey como un estandarte dinástico fácilmente prescindible.
No consigo entender por qué a El País le ha entrado estos días la fiebre de pelotear la causa borbónica como si el rey costeara Prisa de su propio bolsillo. Las teorías al respecto son para todos los gustos y van desde la carpetovetónica sentencia de que el diario pretende quitarle lectores a busques insignia del conservadurismo como pueden ser ABC y La Razón hasta que una persona, a la que recientemente se le ha encargado la relación de la Casa Real con los medios de comunicación, es un ex empleado de El País que, por lo que se ve, manda mucho en las tropas de Cebrián.
Aun pasando por alto los soplos de las gargantas profundas más cortesanas, quiero entender que la monarquía tuvo su tiempo de prebendas y que, posiblemente, ese tiempo se acabará en algún momento. Si no lo finiquita la oveja negra de Urdangarín, que probablemente no lo hará, lo conseguirá la conciencia política de los españoles, quienes empiezan a entrever que otro mundo es posible. Sobre todo esa generación que no presenció cómo el rey llamaba al orden desde la tele durante el golpe de estado del 23 F. En la mente de los más jóvenes se mezclan, en un mismo cajón, regatas en vela, veraneos en Mallorca y malversación de fondos. A ver quién tiene la paciencia de convencerles de que un sistema republicano con un presidente y un primer ministro es más insano que una monarquía de las que se visten por los pies. Con escarpines de oro, por supuesto. ¿La diferencia entre ambas instituciones? Que a un presidente de la nación se le puede deponer y recolocar cada cierto tiempo, mientras que a los Borbones nos los han impuesto por la gracia de Dios. Y menuda gracia.
Como a mí me gusta más la teoría de la conspiración que a Steve Hawking un paseo por Matrix, he decidido que también voy a elucubrar un poquito acerca de esa amiga especial de Iñaki Urdangarín que, según la revista Interviú, llevó al CNI a espiar las idas y venidas del duque. Puestos a darle vueltas, se me ocurre que tal vez todo sea un aquelarre de nuestro rey intentando que su hija encuentre motivos para abandonar al supuesto malandrín. Ya se sabe que, cuando a uno le sale un forúnculo, lo mejor es extirparlo aunque duela. Vale, a lo mejor me he venido arriba y se me ha subido la película (sobre todo los "títulos" de crédito) a la peineta.
Confieso que los asuntos de cama de sus majestades, altezas y principesas me traen más bien al pairo. Pero lo que sí me llena de orgullo y satisfacción es ver que en lo más profundo de la profunda España todavía anida el grajo republicano. Y de todos es sabido que cuando el grajo vuela bajo... la monarquía se va al carajo.
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