Mucho ha llovido desde que Lou Grant convirtiera las pantallas de nuestras televisiones en una escuela de periodismo. Apenas recuerdo nada de aquella serie y me resultaría imposible completar el rosco de un concurso de la tele con los nombres de sus personajes, pero sé que ha pasado a la historia como el "culpable" de que gran parte de una generación deseara ser periodista. Supongo que era el oficio en estado puro: la adrenalínica búsqueda de la noticia, la investigación, las fuentes, las horas interminables en la redacción, el compañerismo, las mesas desordenadas... cualidades que el tiempo, la tecnología, el recurrir a empresarios que solo buscan beneficio económico o vaya usted a saber qué, han ido diluyendo hasta convertirlas en mitos del pasado.
Ayer mismo, repasaba la portada de The New York Times sobre los sucesos violentos que acompañaron a la protesta estudiantil de Valencia. En dicha portada no aparecía un antidisturbios zurrando a un adolescente, sino un joven en Madrid, navaja en mano, amedrentando a un guardia de seguridad. Imagino que el sujeto correspondería a esos santos de los que soy tan devota: descerebrados que utilizan las manifestaciones para provocar y, cuando son detenidos, recurren a amigos que arman jaleo en las redes sociales gritando lo injusto de su detención. Animalicos...
Es cierto que, cualquier que vea semejante imagen en el extranjero, además de seguir creyendo que España está en México, más o menos a la altura de Ciudad Juárez, pensará que aquí andamos todos los días pegándonos por las esquinas y destruyendo mobiliario urbano en protesta por los recortes del gobierno. Y juro que no es así. Del mismo modo, quien haya estado echando un ojo a las imágenes que nos llegan de la cosa griega, pensará que el país heleno arde en llamas y la población en bloque se ha lanzado a las barricadas, saqueando ultramarinos y sobreviviendo a base de Cheetos. Sé de buena tinta que hay protestas, que hay manifestaciones, que hay huelgas... y que la mayoría de la gente sale por la mañana a trabajar, lleva a sus niños a la escuela, come, ve la televisión, hace deporte y, probablemente hasta sueñe (incluso algún que otro día sin pesadillas). Pero, lógicamente, llena más portadas y despierta más la curiosidad pública el describir a Grecia como una sucursal del infierno donde la peña está a un tris de matarse los unos a los otros con espadas láser y en 3D.
Efectivamente, la noticia se ha devaluado porque ya no interesa tanto la objetividad como la interpretación que se hace de la información. La interpreta el periodista, la reinterpreta la empresa para la que trabaja con el fin de orientar a la opinión pública y la vuelve a interpretar quien la lee que, lógicamente y a nadie se le puede pedir lo contrario, se suele quedar en lo superficial.
Mostraba el otro día el sociólogo Fernando Escalante unas gráficas de lo que actualmente es la violencia en México. Con un resultado sorprendente: los índices criminales de un país que se nos está presentando como el peor lugar del mundo para tomarse a un tequila no han variado en los últimos 30 años. Salvo en aquellas zonas donde el presidente Felipe Calderón ha mandando al ejército para resolver problemas que no le atañen y, prácticamente, tirar a matar. Patrullas armadas eliminan a un montón de civiles sin tener que justificar nada salvo el "creíamos que eran de los Zetas". Y donde ponemos Zetas podemos poner Ñetas o fans de Hello Kitty. Total, los muertos por "atacar" al ejército nunca son investigados (3.500 llevan ya desde que Calderón asumió la presidencia). Pero las dudas que ofrece una ciencia tan plausiblemente exacta como la estadística se convierten en horrores gráficos al saltar a las primeras planas de los periódicos donde, una vez más, compramos la idea de que el país azteca es una organización dividida en bandas que se matan entre sí solo por sonreír. Lástima que los problemas, a veces, sean mucho más complejas que los enfrentamientos pop a lo Romeo y Julieta pasados de pirulas.
Y mientras en México la violencia de quienes no deberían ejercerla genera más violencia cuartelaria en lugares muy concretos, el daño que se le hace a los países es incalculable. Porque resulta mosqueante que los tres ejemplos a los que me he referido en este post sean grandes receptores de turistas, una fuente de ingresos que ahora vemos peligrar en esta colombianización que estamos sufriendo a ojos de la igualmente sufrida opinión pública.
Lo más patético de todo es que luego el gobierno nos acusará a los ciudadanos de que, con nuestra actitud, hundimos la imagen del país en el exterior. Quien la hunde es el mismo o los mismos que filtran fotografías que no son, que pervierten titulares, que requisan informaciones y que asesinan reputaciones. De eso no tenemos la culpa los ciudadanos, quienes, que yo sepa, solo ejercemos libremente nuestro derecho a protestar. Yo he ido a bastantes manifestaciones y juro que jamás me he saltado un cordón, he sacado una navaja, he quemado un contenedor ni he pegado a nadie. Y, mucho menos, he defendido en las redes sociales a los que creen que para protestar hay que atacar antes y quejarte después. Pero, claro, yo no soy carne de primera plana. Lástima...
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