Hoy leí un artículo muy certero en La Voz de Galicia sobre la situación política de Portugal. La económica ya la sabemos todos: a punto de ser rescatado por la UE, el país vecino no está precisamente para grandes alegrías. La debacle financiera, la dimisión del socialista Sócrates y la celebración inmediata de elecciones parecen poner las cosas en bandeja al partido opositor, la derecha capitaneada por Passos Coelho. Este hombre, al que no tengo el gusto de seguir, actúa en su país como lo haría aquí un Rajoy cualquiera. Cuando vio que pintaban bastos para su gran rival, simplemente miró para otro lado. La caída de Portugal era entonces su seguro billete al poder. Al no apoyar las medidas económicas de su enemigo lo dejó solo ante los tiburones financieros y políticos, contribuyendo de rebote al hundimiento de la nación. Era la jugada maestra: yo hago mutis por el foro mientras mi rival naufraga y, a los pocos días, me erijo en salvador de la patria, único e indiscutible líder capaz de sacar a mis compatriotas de la ruina. Pues va a ser que no.
Hace unos meses, las encuestas pronosticaban una abultadísima victoria de Passos Coelho. Ahora, los portugueses se han dado cuenta de que ese hombre, autodenominado salvador de Portugal, ha desaparecido cuando el país se iba a pique, más interesado en fraguar sus propia victoria y saciar sus ansias de poder que en arrimar el hombro. Si hay algo que me saca de quicio es la deslealtad. Cuando un amigo prefiere aliarse con tu enemigo por pura y simple conveniencia o se dedica a propagar tus más íntimos secretos negociando con ellos con terceros siembra en mí puro y simple aborrecimiento. Es esa sensación entre repugnancia, alivio y pena que todos hemos experimentado alguna vez. Repugnancia porque la traición da asco por sí misma; alivio porque el pastel se ha descubierto ya y no has tenido que esperar tiempo, años quizás, para que la decepción te hiriera más de lo que ya te ha dañado; y pena porque sientes que gran parte de tu tiempo, esfuerzo y cariño se han ido con alguien que era indigno de ellos. A partir de ahí no viene el borrón y cuenta nueva, sino la desconfianza y el cabreo monumental.
La deslealtad, trasladada al entorno global de un estado democrático, puede suponer el principio del fin para el que la practica. Cuando un político, como en este caso, pone por encima de los intereses de la nación el suyo propio y lo hace públicamente, con un autobombo que linda la chulería, sin pudor alguno y esperando que su bajeza le corone como rey del mambo, exige una reacción airada del pueblo como poco y una respuesta, tan contundente como deseable, en las urnas.
A estas alturas, hay un empate técnico entre el partido de Sócrates y el de Passos Coelho. Yo, si fuera Rajoy, estaría muy atento para ver cómo acaba la película. Ya sabemos aquello de "cuando las barbas de tu vecino...".
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