Ayer hubo mani en varias ciudades españolas. Miles de jóvenes salieron a la calle para protestar por la precariedad laboral y por el pobre futuro tan de película de Buñuel que tienen delante: sin trabajo, sin vivienda, sin posibilidad de cotizar los años necesarios para lograr una pensión, etc. Todo muy legítimo.
Les honra haber salido a protestar en un momento en que lo que más nos gusta a los españoles es quedarnos en casa viendo la vida pasar. Dios proveerá. Siento una envidia sana por los franceses, capaces de tirarse a la calle en hordas en cuanto les suben el bono bus. Por envidiar envidio incluso a los italianos, que se montan sus manifestaciones de andar por casa para tocarle un poco las narices a Berlusconi. Tal vez no sean muchos, pero hacen ruido.
En España ni somos muchos ni hacemos ruido. Cuando vas a una manifestación parece que estás en un paso de Semana Santa: un puñado de personas con andar cansino musitando su letanía con el que tiene al lado. Pocas consignas, mínimos gritos y casi ningún cántico. Por eso es bueno que los más jóvenes se líen la manta a la cabeza, ellos que todavía saltan y pegan alaridos en cuanto se les pincha. Lo que es indignante es que no les acompañemos los demás. Más de cuatro millones de parados, de ellos muchos con familia, sin casa y sin futuro. Odio las manifestaciones segmentarias: jóvenes por un lado, prejubilados por otro y parados cuarentones a veces. Aunque suene dogmático, lo que este país necesita es que salgamos todos a una, como Fuenteovejuna. Que peguemos brincos, que vociferemos, que nos acordemos de las madres de quienes nos gobiernan, miserias del cargo. ¿Qué hace falta para levantarnos del sillón? Como decía ayer Sr. Chinarro, si el Gobierno nos impusiera por decreto la obligación de leer libros, ahí sí saltaríamos. Es una idea...
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