Leí esta mañana que los mayores índices de embarazos no deseados en España se dan en mujeres de entre 40 y 44 años. Teniendo en cuenta que ayer escuché que el grupo de edad no era ése sino el comprendido entre los 35 y 40 años, podemos decir, sin mucho margen de error, que la mayor proporción de embarazos no deseados en las españolas se da en la franja que abarca desde los 35 hasta los 44.
Bien. Tras llegar a semejante y elaborada conclusión, he pensado en los motivos de tamaño desapego a los métodos anticonceptivos. Se podría aducir que dicho sector de población está menos cultivado en la anticoncepción que las generaciones siguientes; que para un calentón sobrevenido de cuando en cuando, no hay que hacerle ascos ni enturbiar tal momento de gloria con gomas y artefactos. Daremos gracias al Espíritu Santo, cerraremos los ojos y todo por la patria. Endeble argumento, de acuerdo, pero ahí está. También podríamos señalar que la mujer, a determinada edad, ya no tiene el cuerpo ni la peluca para corretear tras tiernos infantes por parques y aceras y, mucho menos, pasarse las horas en vela calmando gases y esperando eructos. Incluso podríamos afirmar que una, con 40 años, dispone de una vida demasiado organizada como para permitir la invasión de rubios angelotes de rizos de oro.
Pero hete aquí que nos topamos con otro factor nada desdeñable: el reloj biológico. Sí, ése mismo que tiende a dispararse, más o menos, al cumplir los 35. Siendo éste un hecho comprobado, ¿cómo es que hay tantos embarazos no deseados? Misterio. O tal vez no, porque todo ser humano tiene derecho al arrepentimiento y al perdón. Lo dice la Biblia. Partiendo de esta base e hilvanando pensamientos, actividad a la que me entrego en los momentos de intimidad propios de cualquiera que respire (en el baño, de charla con la almohada, etc), recordé una conversación que había oído hace unos días, protagonizada por una mujer al borde de los 35. Decía aquí la amiga que el reloj biológico había empezado a darle la vara hacía ya unos meses, pero ahora lo sentía con tanta intensidad que se había convertido en una obsesión. De hecho, no salía a divertirse, sino a la caza y captura de un padre adecuado para su futuro hijo. Incluso reconocía que había llamado a un par de ex con la esperanza de reverdecer viejos laureles, pues los consideraba hombres de posibles y, sobre todo, de bien. Pero lo más sorprendente no era eso, sino que la muy estratega afirmaba que el truco estaba en decirles a sus objetivos que ella no quería tener hijos; que ni siquiera se le pasaba por la cabeza. Afirmaba que, de otra manera, tardarían cero coma en huir de su tiernos abrazos. Elemental, querida Watson.
Puedo entender que una mujer desee ser madre igual que un hombre desea ser padre. Y no seré yo quien discuta los métodos destinados a tan digno fin. Pero lo que no logro entender es el fraude, la caza de otra persona fingiendo ser lo que no eres. Quizás el ejemplo que he puesto sea muy dramático; de acuerdo. Sin embargo, no dejo de asombrarme cuando miro alrededor y veo las parejas que se han formado sobre mentiras. En principio pequeñas, pero ya sabemos que hasta las moléculas más diminutas son capaces de construir una montaña cuando se acumulan. Si a nuestro objetivo le gusta el fútbol y la paella valenciana, por ejemplo, y a nosotros no solo no nos va, sino que tampoco nos viene, carecemos del mínimo pudor cuando afirmamos, no ya que nacimos de penalty, sino en fuera de juego, y que el arroz se nos da mejor que a los protagonistas de Cañas y barro. En el amor y en la guerra todo vale, y aquí no hay dolor. Pero me sorprende aún más que, a la hora de elegir entre alguien que finge y alguien que no, el que decide se quede con el primero burlando la sinceridad del segundo. ¿De verdad somos incapaces de mosquearnos cuando la persona que tenemos enfrente, de repente y aun aparentando lo contrario, se manifiesta gemela en gustos y disgustos que uno mismo? ¿En serio? No hay más ciego que el que no quiere ver y, en ocasiones, prestamos atención a los árboles siendo incapaces de ver el bosque.
Obviamente, y siguiendo con los refranes a lo Maestro Miyagi que me están dejando el post niquelado, la mentira tiene unas patas muy cortas y la impostura no aguanta ni medio asalto cuando te empeñas en pretender ser quien no eres. Tarde o temprano, uno se da cuenta de que el otro cree que Carvalho es una marca de puros (tranquilidad en las masas; ya sé que es un defensa del Madrid) y que eso de que los domingos, a la hora de servir la anhelada paella, aparezca un señor en moto cargado de arroz tres delicias, tiene su explicación. Del mismo modo, un buen día uno se despierta, se da cuenta de que ha formado una familia y duerme al lado de alguien al que quizás no quiere, ni tanto ni tan bien como debiera. Principalmente, porque no le conoce. Yo, tú, ése y aquél le diríamos lo mismo: "Algo habrás hecho, melón... Algo habrás hecho".
No hay comentarios:
Publicar un comentario