Ayer fue un día grande. Grande por lo inusual, por lo festivo, por lo reinvidicativo. Inusual es que un movimiento de protesta, nacido en un país tan poco dado a los alardes reivindicativos como es España, traspase fronteras y se transforme en un tsunami globlal, capaz de movilizar a gentes en los lugares más dispares del planeta. Es emotivo ver cómo, en una tarde, casi todos nos unimos alrededor de un mensaje y un objetivo universal.
Y digo casi, porque mi experiencia de ayer no fue extracorpórea, pero le faltó poco. Para explicarlo he de hacer un inciso y contar asuntos de mi vida que imagino no le interesan a nadie, pero que están ahí. Sin alargarme mucho, tal día como ayer, 15O, me encontraba en Barcelona para asistir a la entrega de los premios Planeta. No va en mi conciencia reposar en la habitación del hotel cuando hay gente manifestándose fuera por una causa que considero mía, así que me desplacé hasta el centro de la ciudad y, durante hora y media, más o menos, fui testigo y partícipe de la protesta universal y festiva que removió las conciencias en las grandes ciudades del mundo durante la tarde y gran parte de la noche. Me sentí una más en esa marea humana, empaticé con sus gentes, con sus logos, con sus consignas; bailé al ritmo de batukada y me deleité con las representaciones tragicómicas de algunos grupos que pusieron su arte a nuestro servicio. En resumen: lo disfruté.
Reconozco que, como el tiempo apremiaba, tuve que dejar la marcha (si a eso se le puede llamar marcha, cuando tardas 30 minutos en recorrer cinco metros) y retirarme precipitadamente a mis aposentos para ponerme presentable de cara a la entrega de los Planeta. Da la casualidad de que mi hotel estaba muy cerca del Camp Nou, donde esa mista tarde jugaban el Barcelona y el Racing. Una vez llegada al metro y hasta las puertas del hotel, me acompañó otra marea humana, esta vez compuesta por amigos, parejas y muchísimas familias que se dirigían a ver al equipo de sus amores. Juro que ni entre las diez estaciones del trayecto ni ya en la calle escuché mención alguna al 15O, 15M, Democracia Real Ya o la crisis. Para ese número ingente de personas solo existía el fútbol y, si acaso, las semifinales de la Copa del Mundo de Rugby. Pan y circo.
Pero la cosa no acaba aquí. La tercera marea, formada por los invitados a la entrega de los Planeta (entre ellos los Príncipe de Asturias y varios altos cargos del PP, a quienes ya se les ve que la alegría les sale por los poros) hizo su aparición en el Palacio de Congresos de Barcelona sin que lo que estaba ocurriendo en la calle pareciera ir con ellos. Sobra decir que traté en numerosas ocasiones de introducir el debate sobre el 15O... sin éxito alguno. Faltaría más. Ni en mi mesa, ni en las que me rodeaban (desconozco si las del señor Moragas o Jose Bono tuvieron algo más de chicha) se hizo comentario alguno sobre lo acontecido esa misma tarde salvo los salidos por boca de la menda, inasequible al dealiento y protagonista de la anécdota surrealista de la noche al haber asistido a algo tan poco glamouroso como una manifestación. De hecho, me quedé ojiplática cuando comprobé que muchos de los allí presentes desconocían la convocatoria de las concentraciones cuando es algo que, claramente, les atañe tanto a ellos como a mí.
Supongo que es muy fácil quedarse en casa bordando tapices mientras otros levantan su culo del sillón y se van a patear las calles en defensa de nuestros derechos. Y me sorprende que haya gente que mire asuntos comunes con la misma benevolencia que mostraba tu abuela cuando decía aquello de "déjalos. Son cosas de chiquillos". Tal vez, pero esos chiquillos están ahí fuera por mí, por ti y por nosotros, tomen decisiones acertadas o no, lo hagan bien, mal o regular; al menos intentan hacer algo, cosa que. el resto, a lo mejor, no podemos afirmar sin ruborizarnos. Y no hay que olvidar que, aunque la organización de un movimiento tan mastodóntico esté por dilucidar y los guiños de los partidos por concretar, la razón les asiste. Siempre he dicho que es muy triste ser espectador de tu propia vida dejándola a merced de los hados divinos y negándote a dar unos cuantos golpes en la mesa cuando más necesarios son. Del mismo modo, creo que resulta descorazonador y desalentador ver a la gente más preocupada en hacer pasillos y poner verde al de al lado que en patearse las calles y aportar soluciones creativas.
Toda historia tiene un final. Tras la entrega de premios (por cierto, enhorabuena a la oganización, perfecta como siempre) abandoné el Palacio de Congresos en cuanto acabó la cena y sin la copa de rigor. La verdad es que no me interesaba ni ver de cerca a los Príncipes (sí, amigos, Felipe estaba ahí, no agitando a las masas contra los bancos), ni chafardear con otras de mi gremio, sin duda más monas, listas y estupendas que yo, que pretenden ser Venus cuando la que suscribe se encuentra más en el modo Marte. Recorrí a solas la ciudad universitaria, reflexionando sobre aquello que decían de que la ignorancia no exime del incumplimiento de la ley. La ignorancia tampoco exime de la realidad; algo que, a lo mejor hoy, viendo a tu equipo o cenando al lado de tu amiga fashion que curra en un medio superguay, mola mucho, pero que, a lo mejor, mañana sacude tu vida y te deja ajada cual bastón de cabrero. ¿Soy muy dura? Quizás. Pero yo también, como el resto del mundo, reivindico mi derecho a tener... un día tonto.
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