sábado, 22 de octubre de 2011

Desprecio

Todas las madres, abuelas y gente de pelo blanco dice aquello de "el mejor desprecio es no hacer aprecio". Y tienen razón. Pero el desprecio es algo mucho más complejo que obviar la existencia de alguien para los restos.
Esta imponderable "virtud" tiene dos vertientes: por una parte, desprecias a alguien cuando ya estás hasta la gorra de sus ataques constantes, sus salidas de tono y las jugadas sucias para hacerte la vida más coñazo. Cuando algo así sucede pasas primero por la confusión, después el cabreo (fino o no, allá cada cual con su elegancia), luego el dolor y, por último, el más absoluto desprecio, primo lejano del olvido. Lógico, natural y del todo perdonable.
Hasta ahí bien. Lo que ocurre es que la palabrita tiene una nueva acepción, que implica despreciar a alguien simplemente porque es diferente, porque no se trata de uno de los nuestros y, lejos de ser un mindundi, amenaza con socavar las precarias estructuras de este mundo maravilloso, estilo Pitufolandia, que tanto nos ha costado construir.
La persona se atreve a irrumpir, ataviada de rojo chillón, en nuestro plácido universo azul, y eso es una patada en todos los bajos. Ante la amenaza, actuación. Da igual que no estemos seguros de que esconda armas de destrucción masiva: primero la bombardeamos, no vaya a ser que en un descuido se nos cuele por la tangente e invada nuestros pozos petroleros.
Esta es una de las maneras más estúpidas (y estoy siendo políticamente correcta) de tratar a un invitado o a alguien que pasaba por allí. Prejuzgar a la gente me parece siempre horrible, pero condenarle aún sin saber si ha cometido delito, lo es todavía más. Nuestra línea de defensa nos lleva a sacar de la chistera argumentos tan insostenibles como que el nuevo o la nueva es un petardo/a porque le gusta el hockey sobre patines, aborrece el solomillo a la pimienta o ha visto 53 veces Pretty Woman (bueno, esto último me mosquearía hasta a mí). Y no solo eso: intentamos convecer al de al lado con elementos tan poco sólidos como los citados y el susodicho, que suele estar a por uvas, cae, movido por la desgana o, porque, si el que tengo a mi vera opina eso y lo conozco más, sus razones tendrá.
Pues bueno. La desacreditación y el desprecio hacen pupa.... casi siempre. Y digo casi porque, en ocasiones, la persona que los escupe se delata ella misma, con lo cual solo consigue la indiferencia de quien se ha convertido en objetivo de su batalla privada. Esta lucha acaba transformada en un inútil gasto de energía con efecto rebote, ya que tanta inquina, sin pilares que la sostenga, y vomitada un día sí y al otro también, acaba mosqueando, como poco, al personal.
Todos hemos sufrido en nuestras carnes este tipo de desencuentro, algunos más que otros. Y yo creo que hay que tomárselo como es: algo en ti, en tu personalidad, en tu forma de caminar, de mirar o mascar chicle ha movido resortes de rabia y envidia en alguien, lo que significa que no eres uno de esos seres que pasa por la vida dejando indiferentes a crítica y público. Del mismo modo, todos hemos sido víctimas del demonio del desprecio cuando nos hemos sentido amenazados por otros más guapos, más listos o más carismáticos que los mendas. Lógico. La tentación está ahí y no digo yo que no haya que sucumbir... cuando los motivos acompañan. Y, creedme, a veces tenemos razones hasta para repartir.
Yo le daría la vuelta a la frase con la que empecé y diría algo así como "el mejor aprecio es no hacer desprecio" o "a quien te desprecia, demuéstrale que no le aprecias". Es más... no sé... ¿siglo XXI?

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