Hace unos días, alguien me hizo la siguiente pregunta: "¿Te gusta la violencia?". Mi respuesta fue "sí". ¡Olé mis ovarios! Tampoco es que la hubiera pensado mucho, lo que posee una connotación aún más preocupante: me salió de dentro.
Sí, me gusta la violencia. Pero la violencia entendida como factor sociológico. Por ejemplo, me interesa mucho la evolución de ciertos movimientos, en un primer momento de izquierdas y con una ideología pacífica y ejemplar, que acaban convertidos en dictaduras donde la sangre no deja de manar. Por mucho que nos fastidie cuando lo dice Sánchez Dragó, los fascismos fueron en un principio corrientes de izquierda, y ahí está la historia para certificarlo.
Imagino que mucha de la culpa de esta terrible evolución en la que partimos del paraíso para recrearnos en el infierno la tiene la figura del líder, que, desde tiempos inmemoriales, ha utilizado a las masas para beneficio propio. El político ladino, capaz de jugar sus cartas de una forma con el pueblo y de otra forma con los poderes fácticos (Perón, con todos sus claros y oscuros, sería un perfecto ejemplo de este tipo de gobernante). Lógicamente, no siempre es imprescindible recurrir a la violencia para conseguir ciertos objetivos. Ahí entra en juego la personalidad de quien se encarga de manejar los hilos, el perfecto ventrílocuo que convence a unos y a otros dándoles a todos lo que quieren, aunque ello encierre muchas y variadas contradicciones. Comienza entonces a funcionar la dictadura del miedo, de la que ya hablé en su día y en la que tampoco voy a seguir ahondando para no agotar a nadie con mis repasos de abuela cebolleta.
Pero la violencia no se circunscribe a las más altas y bajas esferas de nuestra sociedad. Ni tampoco a las páginas de los sucesos de los periódicos. Todos experimentamos a lo largo del día situaciones de violencia de facto. El empresario o jefe que se relaciona con sus subordinados con amenazas y en base al sometimiento está ejerciendo la violencia; el tipo del banco que nos enreda y ningunea cuando se nos ocurre pedir un préstamo, está ejerciendo la violencia. Las grandes corporaciones económicas, las cajas de ahorros, el sistema económico, el ayuntamiento, la comunidad autónoma y hasta el presidente de la comunidad de vecinos (que me perdonen los elegidos), ejercen la violencia. Nosotros mismos hemos aprendido a relacionarnos a través de la violencia y, lo que es peor, hemos interiorizado el hecho de que sea normal hacerlo.
Este fin de semana se estrenó una película que tengo muchas ganas de ver y que, seguramente, como me suele pasar en los últimos tiempos, no veré. Se titula De mayor quiere ser soldado y cuenta la historia de un niño de ocho años fascinado por las escenas violentas que contempla en la televisión y los videojuegos. Nada que lo diferencie de cualquier otro niño de ocho años que tengamos cerca. No puedo decir cómo evoluciona la película a partir de esta premisa, pero me lo puedo imaginar. Si cualquiera de nosotros nos tomamos unos minutos para ser testigos de la conversación entre dos tiernos infantes, comprobaremos fascinados como, casi la mitad de su discurso, versa sobre el hecho de arrearle a alguien (en cualquiera de sus versiones incluida la de fastidiar) o analizar la jugada de cómo un tercero se ha enfrentado a un cuarto, sean personajes de verdad o de dibujos animados.
Ayer volví a ver el vídeo en el que un Gadafi moribundo, desorientado y terriblemente asustado, es zarandeado y pataleado por sus captores. A algunos puede parecerles nomal y hasta justo. A mí, con todo lo que supuestamente me fascinan los asuntos violentos, no. Quizás soy de esas personas que todavía cree en la cortesía y el respeto, incluso con el sátapra, cuando es evidente que tienes el toro por los cuernos; que piensa que el ensañamiento, hacer daño a otra persona (físico o emocional) desprestigia y deshumaniza al actor, no a la víctima. Además, la exposición pública de los restos del vencido no creo que se parezca mucho a levantar la copa en el Camp Nou, aunque sí es muy útil para cabrear y alentar la búsqueda de venganza en los seguidores del finado.
Pensemos en lo alucinante que resulta comprobar nuestra incapacidad para conmovernos ante las imágenes que presenciamos cada día por televisión. Pero también en nuestro pasotismo a la hora de mover un dedo cuando una persona próxima (que seguramente no sale en la pequeña pantalla) es víctima de los desmanes de otra. Nuestra conciencia ni se inmuta; entra dentro de lo normal. Lo normal para las bestias, imagino.
Reconozcámoslo: a todos, en mayor o menos grado, nos gusta la violencia porque convivimos con ella hasta el punto de quitarles el componente agresivo a situaciones que lo tienen, nos empeñemos o no. Y no sé si eso es malo, bueno o regular. Por eso, imagino que seguiré reflexionando sobre ello... y dando un poquito la lata al Pepito Grillo que todos llevamos escondido en la cabeza.
Para acabar con buen sabor de boca, os dejo mi canción de amor favorita. Bueno, creo que la única. Todos la conocemos: She, el maravilloso tema de Charles Aznavour versionado aquí por Elvis Costello. Lo mejor, la letra. Desde aquí hago un llamamiento al género masculino para que alguna vez se la dedique a alguien. De nada.
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