Por mucho que intente rebelarme contra las tradiciones anglosajones que nos invaden, reconozco que la fiesta de Halloween añade un punto interesante al tristón día de muertos que vivíamos los españoles hasta hace bien poco. Tal jornada como hoy y, sobre todo, mañana, se convertía en un lúgubre peregrinar de paisanos a los camposantos, a llevarles flores a sus muertos para hacerles ver que les tenían presentes en sus oraciones y, de paso, llorar su pérdida a lágrima viva.
Sin embargo, con esta cosa tan festiva y ruidosa llamada Halloween, nos acercamos más a un concepto de la muerte menos agobiante y fatal del que nos impone el catolicismo. Halloween, salvando las distancias, recuerda más a alguna tradición que a mí, personalmente, me encanta, como el día de muertitos mexicano, donde los espíritus vuelven a la tierra para compartir unos tequilas y cantarse unas rancheras con parientes y amigos. Una fiesta optimista, colorida y maravillosa.
Para los que vivimos en tierras de origen celta, no obstante, el Halloween no es más que una evolución del Samhaim (Samaín en el norte de España), fecha clave en el calendario, porque significaba el adiós del verano y la llegada del otoño. Samhaim no solo ponía fin al aprovisionamiento de alimentos; coincidía también con la vuelta a la tierra de los espíritus que vagaban por el universo, imagino que en overbooking debido al jaleo cósmico del cambio de estación. Para agasajarles, se colocaban en las puertas de las casas dulces y viandas, se encendían hogueras que los guiaban hacia los suyos y se metían carbones ardiendo dentro de unos nabos previamente vaciados. ¿Os suena? Seguro que sí. Fueron los irlandeses quienes, una vez emigrados a Estados Unidos, mezclaron su Samhaim con las tradiciones indias, creando así Halloween tal y como lo conocemos.
En Galicia, después de años sometido al ostracismo católico, el Samaín comienza a recuperar fuelle. Lleva ya más de una década sembrando pueblos y aldeas, tal día como hoy y, sobre todo, tal noche, de calabazas y buenos deseos. Sí, deseos. Porque comienza el año celta y toca pedir algo. No entiendo que Halloween implique sugerencias a los hados (no le veo sentido antropológico, aunque reconozco que querer realizar algo y tener la voluntad de que eso ocurra es un acicate en cualquier hora y lugar), pero sí comprendo que el Samaín, con todo lo que conlleva de especial y mágico, de cambio y depuración, admita peticiones del oyente.
Las brujas y brujos que a todos nos vienen a la cabeza andan estos días inmersos en los buenos consejos y la preparación de rituales: flores, castañas, llaves, piedras preciosas... Aquí vale todo. Personalmente, creo que tener un cuarzo rosa no atrae la fortuna a no ser que estés absolutamente convencido de que algo hará. No se trata del objeto en sí sino del poder que nosotros le otorgamos, Pero cada vez me convenzo más de que la buena suerte no viene acompañada de cosas tangibles, sino de personas. ¿Cuántas veces nos ha ido de fábula mientras alguien estaba presente en nuestras vidas, esas mismas vidas que empiezan a decaer cuando la persona se ausenta o espacía su presencia? Todos podemos hablar de alguna experiencia semejante. Y no es que nos hayamos cruzado con hadas o duendes en forma humana, sino que ese compañero de viaje tenía un poder fantástico: el de conseguir que nos viéramos a nosotros mismo a través de sus ojos. Era a su lado cuando nos sentíamos grandes, poderesos, diferentes, felices, porque el mensaje que emanaba de él era ése: "eres grande, poderoso, diferente y lo tienes todo para ser feliz". Nos identificábamos con ese individuo que el otro veía y nos sentíamos capaces de casi todo.
Su ausencia no solo nos lleva a echarle de menos, sino a echar de menos a la persona que éramos en su compañía. Aunque creamos no saber por qué, empieza a colarse el infortunio y los pequeños fracasos en nuestra plácida existencia, lo que llamamos mala suerte. Y quizás la suerte no tenga nada que ver en esto. En fin, ahí lo dejo.
El año nuevo celta de esta noche nos permite pedir un deseo. No necesitamos herraduras, ni tréboles, ni kilos de sal. Lo único imprescindible es saber qué es lo que de verdad queremos y dejar que entren en nuestro mundo, no ya los espíritus de los muertos, sino los de esos vivos que nos hacen tanta falta.
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