Hay un tal John Banville que ejerce de escritor y que acaba de soltar un interesante speech sobre Larsson y su trilogía Millennium. En primer lugar, dice que los libros que han seducido al mundo están mal escritos. ¿Envidia? ¿Ortodoxia académica? No puedo opinar. Mi dominio del sueco es como el de Aznar con el catalán: solo lo hablo cuando estoy poseída por el espíritu de Pippi Calzaslargas. Por ello no me siento quién para valorar el uso del lenguaje de Larsson aunque sí el de su traductor, y a mí me vale con lo que he leído.
Banville no se resigna a hacer únicamente una crítica a la sintaxis y construcción lingüística de los libros, sino que se viene arriba diciendo que le extraña que las mujeres admiremos la labor del escritor sueco. Vamos, que deberíamos estar gritando consignas en la plaza del pueblo contra los best-sellers del bueno de Stieg, para, acto seguido, montarnos una hoguera con su obra que ni las de San Juan.
Permítame John Banville que le toque un poco la moral. Personalmente, no me he sentido ofendida por ninguna de las obras que componen Millennium ni, faltaría más, por las féminas que recorren sus páginas. Creo que ya lo mencioné en una de mis entradas, pero como soy así de plasta, vuelvo por mis fueros (o por mis forros, como diría aquél). En mi opinión, el personaje de Lisbeth Salander es un hallazgo, por no hablar del de Monica Figuerola, esa mujer empeñada en tratar de tú a tú al peligro, amante del prota Blomkvist y del deporte con igual entusiasmo.
Todo el universo femenino creado por Larsson está poblado de mujeres inteligentes, independientes y luchadoras. No sé por qué Branville se empeña en que constituyen un indigno ejemplo de nuestro género. No creo que el hecho de ser mujer te obligue a ir por la vida de sufriente dama de las camelias ni sometida a los hombres. Entiendo que a alguien se le retuerzan las tripas leyendo (o viendo) cómo Salander, que no es precisamente una sex symbol de portada de revista, tiene a todos los tipos de la novela agarrados por ese sitio, donde si aprietas duele. Ella decide sobre su vida, no se somete a la autoridad de nadie y le da una y mil vueltas a los personajes masculinos que se cruzan en su vida, incluido ese antihéroe que le pone ojitos llamado Mikael Blomkvist.
Puedo entender que un señor de bien, de los que se visten por los pies, no consiga empatizar ni un poquito con una mujer liberal y de personalidad más masculina aún que los machos que la rodean. Difícil conciliar cualquier cultura de pilares machistas con los extremos del feminismo. Pero tampoco entiendo del todo que sea incapaz de ver algo bonito en Erika Berger, por ejemplo, jefa de Blomkvist. Una mujer empeñada en defender la verdad caiga quien caiga. Tal vez lo que no aguante de ella sea que mantenga una relación liberal con su santo esposo, que se lo pase estupendamente bien con Mikael en las frías noches suecas y, sobre todo, que sea jefa de hombres y no le tiemble el pulso. Qué rancios somos...
En resumen, no me parece mal que uno critique a las chicas Larsson. Pero lo que sí me mosquea es que se tome atribuciones que no le corresponde llamando a la rebeldía a las señoras de bien que, lejos de pensar en hackear ordenadores y disfrutar del sexo hardcore porque les sale de la peineta, se entretienen con tediosos debates domésticos y shoppings festivos mientras deboran Los hombres que no amaban a las mujeres. Las opiniones, cuando a uno todavía le tiembla un poquito el pulso, se comparten, no se imparten. Por la misma regla de las famosas peras y manzanas, nosotras podríamos carcajearnos de los chicos Larsson, acusarles de pusilanimes y reinvindicar, en tertulias y sesiones de tuppersex, al noble caballero de las Cruzadas, hecho a situaciones extremas, que volvía a casa con el instinto de un animal en celo y oliendo a chotuno. Tampoco está la cosa como para hacer campaña del oso fermoso y olvidarnos del oso amoroso.
Señor Banville, vuelva usted a su novela negra, que lo hace muy bien y déjenos a las señoras y señoritas que compramos libros construir los ídolos (o ídolas, como diría Miss Aído) que nos sale de los reales refajos. Faltaría más.
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