Reflexionaba Javier Marías este fin de semana en El País sobre el ridículo que, al parecer, hacen nuestros mayores por pueblos y ciudades, empeñados en copiar y emular modas y modismos de los más jóvenes. Hablaba el escritor de señoras con la lorza al aire, venerables caballeros con look a lo cantante de rap y otras adorables visiones de la España cañí-trendy.
La verdad es que no se lo estamos poniendo fácil a quienes hace ya algún lustro que peinan canas. Empeñados, como insisto de vez en cuando, en sobrevalorar la juventud, uno tiene que realizar ímprobos esfuerzos por no caerse de ese tren de alta velocidad llamada sociedad moderna y del que insisten en bajarle a empellones. Es complicado adaptarse a un mundo donde ni la moda, ni la cultura, ni el ocio (por muchos esfuerzos que se hagan) se ajustan a ciertas necesidades. Tienes el cuerpo más o menos con cierto aguante, la mente despierta y te niegas a quedarte en casa tejiendo fundas para el botijo. Pero, al salir de casa (que no de clase, aunque algunos también) te encuentras con un panorama un poco demente, en el que los inmortales vampiros visten a lo James Dean, a las óperas se les añade el apellido rock y los clásicos ya no son ni José Alfredo Jiménez ni Jarcha; ahora son los Nikis y, como mucho, Alaska y los Pegamoides.
Difícil llegar a un ordenamiento cerebral lógico cuando el modelo a seguir es la Duquesa de Alba. Si ella se pone biquini, hay que intentar cumplir con el protocolo y lucir chicha con un (in)decoroso dos piezas de lunares. Es preferible viajar a Roma antes que a las Alpujarras, quitarse los zapatos en plena calle y pegarse un meneo a ritmo de rumba (el agarrao cotiza a la baja) y, a ser posible, echarse un novio más joven. Al menos tanto como para ser capaz de pasearte la maleta y el botiquín por los pasillos de los aeropuertos (el autobús lo dejamos para excursiones colegiales y juventudes papales).
No digo yo que esto no esté bien, pero sí puedo imaginar ese estupor generacional que debe embargar ahora mismo a alguno de nuestros mayores. Difícil pensar que haría mi abuela hoy en día de seguir viva. Ella, toda serenidad y buenas maneras, acostumbrada a llorar las penas en silencio, obligada a lucir palestino, pantalones pitillo y pulseras tobilleras. Entonces a lo mejor no sería mi abuela; sería Lady Gaga.
Cuando uno piensa que ya le ha tocado disfrutar del honor de hacer lo que le salga de las narices, bajar a la calle en bata y zapatillas (los juanetes, ya se sabe), poner la música a todo volumen (por aquello del oído, que no calibra bien) y acomodarse en el sillón hasta nueva orden, va esta sociedad tan zorra (obviemos la acepción más lista de la palabra) y nos obliga a ser modernos, adorar a Apple, abrir un blog y abandonar el negro para abrazar el fucsia. No sé si es una forma de decirle a los mayores aquello de "no te rindas, todavía puedes" o "no te rindas, todavía puedes... consumir".
Uno se hace viejo porque, en la lotería de la vida, le ha tocado bailar con la más guapa. Cada una de nuestras arrugas, las que tenemos y las que aparecerán, llevan un nombre tatuado. Es para estar orgulloso de todas y cada una de ellas. Algo así como los hijos: pueden salirte tipo fistro, y en el fondo los querrás, porque son parte de ti. Pero, sobre todo, de lo que hay que estar orgullosos es de haberse ganado el derecho de vivir la vida que cada uno quiere, de enamorarse de nuevo (o no), de bailar reggaeton en Benidorm, de imitar a Carmen de Mairena si se tercia, a Carmen Lomana si surge o a uno mismo si la autoestima acompaña. La gente nos verá, ahora o cuando toque, y contará la historia de esos cardados imposibles, esos tacones a lo Suri Cruise o ese refajo sexy al estilo "abuela de la fabada". Pero la verdadera historia es la que cada uno llevamos dentro, la que tiene rayas, lunares y hasta punto de cruz. Esa es la que debemos tejer cada día del derecho y del revés. ¿El resto? Como diría la muy clásica Alaska "¿a quién le importa?"
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