Cuando era pequeña, recuerdo que me decían que los trapos sucios de la familia se lavaban en casa. Que había que intentar esconder al mundo las desavenencias y dar la imagen pública de clan unido y feliz, inasequible a las tormentas y los maremotos. No sé si estoy del todo conforme. Con el tiempo (y reconozco que ésta es una idea de última generación que he abrazado hace bien poco) he llegado a la conclusión de que hay gente que no se merece buenas palabras por parte de nadie y menos de una servidora. Basta ya de remilgos y de esconder heridas tras comentario bienintencionados. Cuando alguien te hace daño, el resto del mundo merece saber, al menos, tu opinión, para poder decidir si, llegado al caso, le conviene contemporizar y caminar con según qué gente. En resumen: me parece mucho más innoble hablar maravillas de alguien sabiendo que, en el fondo, es un hijo de meretriz, que contar tu experiencia acerca de esa persona y descubrir lo que verdaderamente piensas de ella. Quizás sea una kamikaze, pero ya digo que no se trata de algo natural: la vida me ha hecho así.
Y, no obstante, no puedo sino sorprenderme ante este revuelo mediático que protagonizan las familias más desunidas de este país quienes, en vez de emplear, como todos, las fiestas navideñas para meterse el pavo por donde nunca escampa, aprovechan los medios de comunicación para lanzar denuncias de juzgado de guardia. Entre las tribulaciones de los Janeiro, los Thyssen y otras dinastías igual de tragicómicas, tendríamos para varios años de Sálvames, Norias y otros programitas del montón. Alea jacta est.
Los últimos en saltar a la palestra han sido los Sánchez Vicario, con el agravante de tener a varias estrellas en la familia, lo cual me resulta, como mínimo, chocante. No comulgo con esos padres que explotan a sus hijos desde la más tierna infancia, entendiendo por explotar el someterles a un exagerado escrutinio público y a una disciplina totalmente desacorde con su edad. En esa ingenuidad que siempre pongo por delante, creo que hay una etapa para todo: los niños deben ser niños, los adolescentes ejercer como tales y las mujeres de más de 40, meterse a monjas de clausura. En el drama de los Sánchez Vicario, narrado por capítulos a lo largo y ancho de la biografía que Arantxa publica La Esfera de los Libros, se nota, se siente este tema de la utilización de los hijos por parte de los padres, asunto que me parece desagradable si lo entendemos tal como ella lo cuenta: como una forma de explotación (insisto en el palabro) a mayor beneficio de las arcas paternas.
No sé si Arantxa tiene razón, si se le ha ido la pinza o si es una víctima de la sociedad de consumo deportivo, pero lo que resulta innegable es que la ahora madre de familia no vivió una niñez ni adolescencia al uso y eso no debe de ser bueno. Como ya dije en otros posts anteriores, opino que, a determinadas edades, no tienes la razón suficiente para saber qué quieres hacer con tu vida (inciso: algunos no la tienen ni a edades bastante más avanzadas), pero sí depositas una confianza ciega en quien para ti es ejemplo y autoridad, ya sean padres, profesores, etc. Resulta lógico y natural que entiendas que sus decisiones son más por tu bien que por el suyo. Si, con el tiempo, la confianza se traiciona, la madurez enfoca las cosas de otra forma y las rencillas se manifiestan de distinta manera, ése es otro cantar que cada uno entona con las notas que le vienen dadas. El rebote de Arantxa, en un principio por motivos absolutamente financieros, esconde algún que otro trauma y, a mi parecer, una personalidad influenciable, precisamente porque se la ha educado para eso desde pequeña: el dejarse guiar por quien considera que quiere lo mejor para ella.
Al margen de esto, reconozco que los comentarios a pie de micrófono de su madre, poniéndose en pie de guerra, no son propios de aquella que la parió. Creo que la dignidad, muchas veces, se guarda entre cuatro paredes, y no hay necesidad alguna de salir a la palestra para pelearte con tus hijos en los programas del corazón. El que te defiendas de una manera tan pública en asuntos tan internos indica una muy criticable falta de respeto por lo privado, la escena de las mejores operetas. Vale, tu hija ha dado el primer paso y te ha entregado a las hienas; pero aun así, opino que el deber de los familiares ofendidos es resolver las cosas domésticas en el ámbito doméstico, recurriendo a los juzgados si procede, pero siempre intentando recuperar el cariño asesinado a cañonazos. Es un asunto de amor. Amor ajeno a veces pero, sobre todo, amor propio.
Cuando le entregas al mundo tu vida, también le estás dando la capacidad de decidir sobre ella. Eso, y la oportunidad de contar tus miserias a cambio de unos reales. ¿Compensa? Parece ser que sí. Pero yo, tan carca para algunas cosas, entre éste método y el de los Corleone, dignos adalides del "para qué discutir cuando puedes pelear", me quedo con estos últimos. Más que nada, porque ellos tienen a Marlon Brando y los otros no. Todavía hay clases... y clase.
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