Hace nada tuvo lugar una manifestación en Villar de Cañas, provincia de Cuenca, el pueblo español que ha tenido el dudoso honor de ser elegido para albergar el depósito nuclear. Y digo dudoso porque, a mí, de primeras dadas, tener asuntos radiactivos en el patio trasero de casa me da yuyu. No sé; quizás me dejo llevar por el desconocimiento que siempre he manifestado hacia lo más profundo de la profunda física; o sea, lo que viene siendo el núcleo.
Estoy convencida de que muchos de mis compatriotas me acompañan en la desazón. Cabría suponer que los paisanos de Villar de Cañas tienen que estar, como mínimo, elevando letanías a la virgen y cubriendo las paredes de sus casas de papel de plata para protegerse de la invasión de los ultracuerpos. Pero no, señores, aquí los vecinos están más contentos que la mona Chita en la Feria de abril y esto de la manifestación parece que no les ha calado tanto como se esperaba.
De hecho, los convocantes fueron asociaciones ecologistas que fletaron autobuses hasta Cuenca para protestar por lo que se conoce popularmente como cementerio nuclear. El objetivo: convencer a los vecinos de que se estaban jugando el físico. Tampoco es que los recién llegados fueran muchos, pero ni eso logró que les recibieran con los brazos abiertos y los átomos de buen humor. Y es que, amigos, el depósito del despropósito supone una lluvia de inversión para el pueblo y nada más y nada menos que 300 puestos de trabajo creados a lo largo de cinco años. Con la crisis que recorre Europa de Sur a Norte, como para negarse a adorar al gurú radiactivo. Si en un futuro lejano nos salen pollos con dos cabezas (es un suponer), casi mejor; más sustancia que llevarse al buche.
Tal parece que a los españoles la cosa tóxica nos trae al pairo. La cosa y la persona, porque esto de relacionarnos con gente tóxica casi diría yo que nos encanta. Hablo de personas que canalizan sus filias y sus fobias a través de nosotros y de las que no nos conviene estar cerca pero tampoco lejos. Cerca, porque te van envenenando lentamente, sin que apenas te des cuenta, convirtiéndote en un pusilánime (esto es lo más suave que se me ocurre) a ojos de los demás, un ente incapaz de molestar al sujeto atómico, no vaya a ser que explosione y acabes lleno de metralla. Al final, te das cuenta de que has sido un auténtico abrazafarolas, pero solo después de haber dejado ir a lo bueno que tenías para sumergirte en el lado oscuro de la fuerza. ¿A cambio de qué? De unos cuantos kilos de porquería en tu currículum de las relaciones sociales. Pero este tipo de seres cuenta con otra desventaja, la de que tampoco conviene tenerlos lejos, porque el no prestarles atención, darles el púlpito que merecen o permitir que pudran tu alma, lo único que trae consigo es que se dediquen a hablar mal de ti a tus espaldas, intenten aislarte de quienes podrían aportarte un montón de cosas buenas y te hagan la cama con alambre de espino. Sin embargo, en lugar de practicar la ignorancia y la indiferencia desde el principio, continuamos ejercitando la convivencia civilizada (incluso el cariño) con quienes más nos perjudican, aunque en el fondo sepamos que hubiéramos sido mucho más felices si tamaños mojones no se hubieran cruzado en nuestro camino. Esto ya es vicio. Vicio o que el español es el único animal que tropieza dos veces (o tres, o cuatro) con la misma mierda.
A pesar de lo expuesto, somos los primeros en conmovernos cuando vemos una película de ésas, de mucho llorar, en la que un protagonista (sea del sexo que sea, pero siempre de buen ver) se parte el alma por defender a su comunidad de malvadas multinacionales que envenenan el agua, corrompen los alimentos y agrian el carácter de sus vecinos. Ahí sí sufrimos como cerdos en matadero. Nos solidarizamos, nos recreamos en la historia y, en cuanto llegan los títulos de crédito, juramos servir a la ecología y entregarnos a lo verde. Y digo yo que será a los chistes verdes, porque es plantarnos un basurero nuclear a la puerta de casa y no solo miramos hacia otro lado sino, incluso, nos confesamos eternamente agradecidos.
Vale que los residuos sean muchos, que no haya dónde tirarlos y que los vecinos franceses nos cobren un dineral por endosarles el marrón, como hemos estado haciendo durante bastante tiempo (algunos lo llamarían justicia poética). No digo yo que este asunto del pueblo conquense no sea inevitable, pero, al menos, debería, no sé, suscitar un poco de rechazo. Si no es por salud, al menos que sea por patriotismo. Seamos serios: el cine español no va a salir de pobre con un argumento carente de emociones. Pongámosle, al menos, un poco de sexo. Y mucho núcleo duro, por favor.
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