miércoles, 15 de febrero de 2012

Sentidos opuestos

Hay una atracción en el parque francés Futuroscope cuyo objetivo es vivir el mundo como si fueras invidente. Quienes se adentran en el oscuro laberinto, deben hacerlo apoyando las manos en los hombros del de delante (como una fila de personas ciegas) y, guiados por un invidente, recorrer trasuntos de lugares como Luisiana, Nueva York  o el Himalaya. Está en el ánimo del visitante reconocer cada uno de estos rincones por el tacto, el sonido o el olor (se llega a atravesar un penoso vertedero en lo que para algunos será una experiencia extrema). La atracción está concebida para que todos nos pongamos en la piel de quienes han sido privados de la vista, pero también para promover las ayudas a la versión francesa de la ONCE española.
Más allá de lo anecdótico, este espacio destinado al ocio (llamado en español "Ojos que no ven") tiene una segunda voluntad: activar sentidos que muchas veces mantenemos dormidos y ayudar a que nuestro cerebro se concentre en procesar señales que, en innumerables ocasiones, pasamos por alto. Y es que lo normal es que el batiburrillo de mensajes que recibimos a lo largo del día no contribuya precisamente a alentar nuestro bienestar sensorial. De hecho, incluso cuando pasamos una alegre jornada de campo observando la fauna, conectamos el piloto automático sin darnos cuenta de que el proceso de activación de los sentidos va mucho más allá de darle al on y empezar a grabar en el archivo A de nuestro cerebro.
Decía una profesora de cata de vinos que tuve una vez, que la educación que nos dan de pequeños al grito de "no lo toques", "no lo mires de cerca", "no lo escuches" nos lleva a olvidar gran parte de lo que es nuestro mundo sensorial cuando nacemos y al que recurrimos para sobrevivir. Nos acostumbramos a sacar el mínimo partido de nuestros sentidos (es más, creemos que con ello hacemos lo debido) y ahí los dejamos, abotargados y desempleados. Si alguien no me cree, hagamos la prueba: olamos un perfume e intentemos, sin mirar el frasco, decir de qué está compuesto; pidamos cualquier plato medianamente elaborado en un restaurante y asumamos el reto de adivinar todos los ingredientes de la receta; o miremos a un animal no más de 10 segundos, cerremos los ojos y realicemos el esfuerzo de describirlo en todos sus detalles. Pocos, incluso los que se las dan de observadores, podrían pasar el examen con más de 6.
Pero no solo es esa educación en la prevención lo que castra nuestra capacidad sensorial. Nos atrofiamos porque recibimos tanta información que vemos el todo y no las partes; nos fijamos en el conjunto y obviamos los detalles cuando son éstos, precisamente, los que nos condicionan, conmueven e, incluso, enamoran. Me refiero a las personas, pero también a otros aspectos de la existencia. El otro día, el gobierno, sin ir más lejos, nos soltó una reforma laboral, antipática en su conjunto y odiosa en los detalles. El problema es que estábamos tan obcecados con la negatividad del invento que no reparamos en la bomba de relojería que llevaban adosados estos últimos. Solo después de un somero análisis nos dimos cuenta de que nos la habían metido por el ojal. Una vez más. La esclavitud liberal-conservadora que nos acecha, destruyendo para crear al más puro estilo agujero negro, exige una lectura con todos los sentidos puestos, algo que, quienes la han pergeñado, procuran evitar creando ruido y confusión cual after-hours de quinta. De hecho, hoy mismo leía las apreciaciones de un abogado laboralista que, analizando cada uno de los preceptos, los convertía, prácticamente, en la Biblia de los pobres (la que nos va a sacar de pobres, me refiero). Según el parecer de este hombre tan majete, a lo mejor al principio la norma resulta difícil de digerir, pero en cuanto llegue a los intestinos nos los va a dejar alicatados. El largo y el corto. Como el aceite de ricino, la reforma sabe asquerosa, pero cura. En su derecho está el letrado de expresar su laboralista alegría y yo en el mío de no celebrarlo.
Tanta intoxicación mediática, insisto, nos está haciendo un flaco favor, porque nos confunde los sentidos y los deja hechos un guiñapo. Raro es que no nos salga algún tic para darle un poco de ritmo a la cosa. A este paso, llegará un día en que ya no podamos oler la chamusquina y solo nos quedará tocar madera. Porque somos tan dejados que miramos, pero no vemos; oímos, pero no escuchamos; tocamos, pero no acariciamos; saboreamos, pero no degustamos; olemos, pero no percibimos. De hecho, sabemos que alguien es importante para nosotros porque recordamos o queremos recordar su olor, el tono de su voz, sus ojos... y, al rememorarlo, le echamos de menos aunque no nos demos ni cuenta. Sin embargo, somos unos negados a la hora de ir más allá de las palabras e interpretar los gestos. Utilizamos las piernas para caminar sin darnos cuenta de que están pensados para correr. Nos recreamos en lo básico y desaprovechamos lo mejor que tenemos.
Por eso confío tanto en la intuición, porque llega a través de ese mundo de los sentidos que tenemos olvidado y arrinconado en una triste plaza de parking. Es ella la que nos avisa del peligro y nos anticipa las alegrías. La misma que nos alerta de cuándo nos están engañando o alguien no es de fiar, ya sea un colega o un presidente del Gobierno (y no quiero señalar).
Quizás todos debamos probar a ser invidentes por un día. Tal vez entonces consigamos ver la realidad con otros ojos.


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