Estos días ando un poco desilusionada, triste y descompuesta, viviendo sin vivir en mí. Tras mucha reflexión, he llegado a la conclusión (qué bonito pareado) de que pertenezco a una generación a la que, poco a poco, y con mucha alevosía, le han ido hurtando sus valores más preciados. Y nosotros, en un afán de enfrentar el futuro con elegancia, no nos hemos dado cuenta hasta que hemos llegado a casa una noche y hemos descubierto que ya ni la bolsa de agua es tan caliente (no vaya a ser que nos la apliquemos cual sagrado consejo de abuela y ese dolor de tripa sea en realidad apendicitis) y que las bombillas de bajo consumo nos producen ídem: bajón que te cagas.
Pero lo más terrible, horrible y espantoso no viene de ese mundo que creíamos de una manera y ahora está al revés; me refiero a las milongas en forma de cuentos que nos contaban de pequeños y que hoy, directamente, no sirven ni para papel reciclado. Por ejemplo, si una leyenda épica como Moby Dick surgiera en nuestros días, ante todo y sobre todo, habría que salvar a la ballena. Ya estarían los ecologistas rodeando el barco de Ahab y sus chicos con un coach que intentara convencer al capitán de que su rencor obedece en realidad a un trauma infantil y que tiene que hacer un esfuerzo para controlar sus impulsos y dirigir al equipo con equilibrio y moderación. Nada de gritos ni de pasarse horas mirando al horizonte dejando que otro cuadre los balances; el objetivo es lograr resultados y reducir costes. Tras las charlas pertinentes, el fin último sería acoger a Moby Dick en una piscifactoría de Miami, no para comerla sino para rehabilitarla de tanta mala leche. Y ya tendríamos nueva heroína mediática, con James Cameron y Spielberg tirándose los chanquetes a la cabeza para ver quién rodaba antes un Salvar a Moby.
Pero lo mismo pasa con otros cuentos tan señeros como Blancanieves. Para empezar, aquí hay que quitar a los enanos de la ecuación, sí o sí. Prohibido decir la palabra enano y, en todo caso, el colectivo de personas bajitas debería ser enfocado desde su correcta integración en la sociedad. Se acabó el trabajar en la mina: a Gruñón le damos un puesto de tertuliano y a Dormilón de dj de discoteca, para que espabile. Respecto a las dos damas protagonistas, ni una puede ser tan buena, ni la otra tan mala. Blancanieves, visto lo visto, tendría que ejercer de choni, mientras su madrastra podría ser una de las protagonistas de Mujeres ricas operada hasta de los padrastros. Para resolver los problemas entre ellas llamamos a Pedro García Aguado, presentador de Hermano mayor y experto en enderezar conflictos familiares, y en un pispás ya las tenemos a las dos compartiendo extensiones. Total, que lo único que se salvaría de semejante batiburrillo sería la manzana. Orgánica, por supuesto.
Tranquilos, chicos, que aún hay más. Hansel y Gretel, sin ir más lejos, no podrían toparse jamás con una casa hecha de dulces. Recordemos lo perniciosa que es la bollería industrial para los chavales y que su consumo está prohibido en los colegios. Ya puestos, convendría modificar un poco la idea aquella de que, si habitaban una casa de caramelo, cómo se le ocurre a la señora bruja engordar a Hansel a base de asados. Imposible. De una forma u otra, con el colesterol hemos topado y los humanos somos malos, pero no tanto. Luego habría que discutir el tema de la esclavitud infantil, la pederastia y, a lo mejor, el canibalismo, con lo que el cuento se traduce, literalmente, en una fuente tremenda de amargura y pecados sin fin. Yo propongo que Hansel y Gretel vayan paseando por el bosque y se caigan en una zanja no séptica, sino aséptica. Organizamos un grupo de búsqueda y ya tenemos una historia heroica de superación y entereza familiar. Ni en la serie Sin rastro contaban con tan buenos guionistas.
Reconozco que yo, acostumbrada a tomar siempre partido por los indios, no me he quedado tan traumatizada tras asumir que ahora los indios deben de ser los buenos y los vaqueros los malos. Sobre todo por el respeto a la identidad de las comunidades indígenas, su derecho sobre la tierra, la conservación de sus costumbres etc. Pero, ante todo, habría que pulir un detalle crucial: nada de violencia. Lo que este entuerto necesita son procesos de paz. Las peleas, si eso, dialécticas (admitimos chistes como animal de compañía, siempre y cuando no ofendan a ninguna minoría). Y jamás, jamás se debe fumar la pipa de la paz, por aquello de a saber qué hierbas lleva. Si eso, los acuerdos se firman tomándose un chupito. Sin alcohol, por supuesto.
Y seguro que los ejemplos no se quedan aquí. Estoy convencida de que los tres mosqueteros serían ahora un grupo de antidisturbios a los que se les ha ido la pinza mogollón; que la Bella Durmiente podría pasar por adicta a los sedantes (sé de investigadores, de los de verdad, que ya trabajan sobre su supuesta narcolepsia para explicar el cuento; manda huevos) y que había que revisar Viaje al Centro de la Tierra con el objetivo de no expoliar entornos naturales y, sobre todo, intentando que los protagonistas dieran ejemplo, evitando dejar todo aquello perdido de mierda. Lo ideal sería que ocuparan algunas horas al día en reciclar y mantuvieran apasionantes conversaciones sobre el uso sostenible de lo que nuestro planeta lleva en sus adentros.
Que no, amigos, que las cosas ya no son como antes. ¡Si hasta, a veces, el amor verdadero ni es amor ni, por supuesto, verdadero! Y lo dejo ya porque me pongo a llorar. ¡Esta alergia me está matando!
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