Cuando uno estudia la historia de Latinoamérica en el siglo XIX, aquel momento en que un buen puñado de "naciones inventadas" se embarcaron en la misión de crear un Estado, no puede dejar de sorprenderse ante el uso y el abuso que se hizo de la violencia como instrumento político. No solo las revoluciones (fueran o no sangrientas, que con toda probabilidad lo eran) acabaron siendo consideras como acciones totalmente legítimas -incluso necesarias- para alcanzar el poder; también la violencia, en su faceta más destructiva, constituyó casi el principal recurso del pueblo a la hora de controlar a sus gobernantes. En muchos países surgieron mecanismos electorales hoy impensables, como la toma de mesas por parte de alguna de las formaciones recurriendo al empleo de armamento y dejando atrás un nada desdeñable número de muertos. Estamos hablando de tiempos donde garantizar la victoria en una mesa electoral era un paso importante para acabar en lo más alto del pódium gubernamental. Pero también se dieron casos en los que el pueblo, levantado en armas, se encargó él solito de poner y deponer presidentes según lo que entendía por justicia. Lógicamente, ante tamaña explosión o implosión de fuerzas, muy tonto tendría que ser el gobernante repuesto para no contentar a la plebe y negociar con ella los beneficios que concernían a la mayoría.
Esta extraña coreografía del ejercicio del poder, donde el pueblo desempeña el papel de solista, nos parece algo entre épico y chungo desde nuestro punto de vista de "experimentados" demócratas, forjados en el ejercicio amable de la soberanía. Por ello, debido a nuestra falta de experiencia en lides más revolucionarias, la reacción desmedida ante cualquier tipo de sublevación suele pillar en bragas (o en calzoncillos con zurraspas) a quienes nos gobiernan.
Estos días, la mayoría de los españoles contemplamos horrorizados un espectáculo lamentable que viene a ser un episodio más de esta Guerra de las Galaxias que hemos empezado a pergeñar tras el contraataque del imperio. Todo empezó cuando los estudiantes de un instituto público de Valencia salieron a la calle a protestar contra los recortes de su centro (entre otros "regalos" les habían dejado sin calefacción) y los antidisturbios corrieron tras ellos. Juventud cabreada y policía con ganas de marcha no maridan bien, pero en este caso la tensión ha aumentado hasta parir unas imágenes tan aborrecibles como insólitas: la de los antidisturbios pegando porrazos a diestro y siniestro, tuvieran lo que tuvieran delante: desde niños a abuelos pasando por amas de casa.
Dichas escenas, más propias de otros países, e incluso, de otros lugares, hacen un flaco favor al estamento policial. Pero menos aún a quienes les mandan, los mismos que, de empezar apoyando tal somanta de hostias, han pasado a dejar a los agentes, literalmente, con el culo al aire. Y es que una imagen vale más que mil palabras, amiguetes. Entiendo que haya que tomar precauciones ante una manifestación no autorizada; comprendo incluso que debe de ser muy complicado aguantar el tipo cuando tienes en frente a toda una chavalería envalentonada mandándole recuerdos a tu familia, pero también opino que el aguantar improperios y actuar sin extralimitarse va en la placa. Y en el sueldo. Que yo sepa, a la policía española no le pagan por pegar porrazos ni abusar de gente desarmada; una cosa es frenar el avance de la turba y otra cargar contra ella como si fueran las tropas de Bin Laden.
En las imágenes que todos hemos tenido el disgusto de ver pudimos comprobar, para nuestra desazón, que allí, el que no zurraba era porque no llevaba pistola. Había gente vociferando al viento su intención de mantener una actitud pacífica y agentes golpeándoles como si fueran alfombras al sol. El calificativo vergonzoso se queda corto... y antiguo.
Al igual que ocurrió con el desalojo de la Plaça de Catalunya (otro episodio de Los hombres de Harrelson en el lado oscuro de la fuerza), semejante movida ha tenido como consecuencia que hoy todos nos sintamos un poco estudiantes del Lluis Vives, o, en su defecto, parte de sus familias. Esta tarde ha habido concentraciones de repulsa y, probablemente, vendrán más. A todo esto, el gobierno mira para otro lado, porque el parapeto ése que se han puesto Rajoy y sus minimoys de "esperamos movilizaciones, pero nos tocan un pie" les sirven tanto para un roto como para un descosido.
Es indecente ejercer la violencia sobre gente indefensa que encima sale a la calle para enarbolar quejas del todo legítimas. Del mismo modo que sería un delito que cualquiera de los estudiantes se hubiera liado a mamporros con un agente, creo que la justicia también se aplica a la inversa. Y muy mal deben de ir las cosas si nuestra forma estrella de resolver los problemas acaba a palos. No son maneras, sobre todo cuando la historia nos dice que el gobierno hace muy mal negocio permitiendo que el pueblo defienda sus intereses por las bravas sin bajarse de la poltrona a dialogar. Mal negocio, insisto, para los que mandan pero, en ocasiones, el único recurso al alcance de quienes ya estamos demasiado acostumbrados a perder.
En fin, que a lo mejor tenía razón aquel señor con sotana de Cuenca diciendo que los más jóvenes van camino de la perdición viendo tanta tele. Estoy de acuerdo. Casi mejor que lean y estudien un poco de historia. Yo les recomendaría la de Latinoamérica en el XIX. Acción y reacción todo en uno. Que aproveche.
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