viernes, 3 de febrero de 2012

En el nombre de la rosa

Estos días leíamos en la prensa la exhumación de los cadáveres de las 17 rosas en el cementerio de la localidad sevillana de Gerena. 17 mujeres asesinada por las tropas franquistas allá por el 37, historia que coincide, casi punto por punto, con la de otro rosal. Me refiero al drama contado en la película 13 rosas, dirigida por Martínez-Lázaro y que se estrenó hace unos cuatro años, creo recordar.
Quien haya visto la película o leído el libro de Carlos López Fonseca en el que está inspirada, no podrá evitar la sensación de agobio infinito que te entra nada más empezar la proyección. Sobre todo porque, como espectador y/o lector sabes que esas mujeres ahí retratadas, muchas de ellas adolescentes y con las preocupaciones propias de su edad, van a morir en el paredón sí o sí. Entiendes su desconcierto, admiras su empeño en no perder la dignidad, alabas su ambición de no resignarse y haces tuyo su terror a la muerte sin un por qué: por qué ellas y no otros u otras. Desde el minuto 1 eres consciente de que estás presenciando una injusticia, da igual en qué clave te lo cuenten y cuál sea la ideología de quien maneje los hilos de la historia.
Se supone que la mayoría de este grupo simpatizaba o pertenecía a las Juventudes Socialistas Unificadas, lo que para el bando "azul" era un pecado de los gordos. Y, sin embargo, no veo un sentimiento ideológico claro y definitivo en estas mujeres, quizás también por la edad. En la adolescencia es lógico que todos estemos todavía sembrando lo que será el germen de nuestros principios, y entiendo que es muy fácil adherirse a causas insólitas solo porque el chico que te gusta o tu mejor amiga han hecho lo propio. Es guay, ergo debes asumirlo como tuyo si quieres ser aceptado.
Por esta forma de pensar mía tan peculiar, dentro de los crímenes de guerra observo como especialmente horrorosos y tenebrosos aquellos perpetrados contra niños y adolescentes que carecen de la facultad de interiorizar una ideología como propia y que, de llegar a actuar, lo hacen subyugados por líderes bastante más capacitados que ellos para la acción. El caso de las 13 rosas me parece lamentable por lo ético y lo estético: encarcelar, torturar y fusilar a jóvenes cuyo único pecado era tratar de disfrutar de la vida de la mejor manera posible, sobrevivir sin pensar si habría o no un mañana y que, sin duda, quedaron varadas en un bando como pudieron haberlo estado en el otro.
Por historia familiar, a los míos les tocó jugar en el lado franquista. Recuerdo que de pequeña mi abuelo me decía que los rojos eran hijos del demonio y recuerdo también que me lo creí. Con el tiempo, empecé a escorarme hacia donde por cuna no debía, lo que me llevó a enaltecer al bando republicano y demonizar al contrario. Hoy, a pesar de que mi ideología es la que es y no la voy a ocultar, entiendo que hubo desmadres en ambas partes, que el concepto de guerra encierra en sí mismo multitud de crímenes despreciables y que, en el hecho de pasar página, rojos y azules deberían asumir que aquí no ganó nadie y sí perdimos todos.
Quizás por eso me cuesta tanto entender el conflicto surgido alrededor de la Memoria Histórica. Creo en el derecho de todos a conocer y reconocer su propia historia, asumir los errores y congraciarse con el pasado. Obviamente, el mayor dolor está en el bando perdedor, porque, además de los muertos, tiene que convivir con la derrota. Pero eso no quita que haya fosas comunes de uno y otro lado, igual que, imagino, hubo mujeres y hombres buenos y malvados en cualquiera de los dos frentes. En mi caso, abrazo la causa republicana por simpatía y devoción y agradezco todo lo que los gobiernos anteriores al alzamiento hicieron de progresista (como el sufragio femenino) y sus avances en materia social. Pero eso no me impide ver la jaula de grillos en la que se convirtió el núcleo de poder de la época, con distintas facciones de la izquierda peleando para ver quién se quedaba con el muslo y la pechuga sin pararse a reflexionar en que el pollo estaba muerto y podrido.
Si yo puedo darme cuenta de las cosas, reconocer lo bueno, lo malo y lo peor, no creo que haya nadie tan necio como para no captar la realidad con cierta objetividad. Otra cosa es que no quiera. Precisamente por ello opino que todos, t-o-d-o-s, deberíamos asumir que nuestro pasado es el que es, y que esos hombres y mujeres que perdieron la vida en semejante lucha fratricida tienen el derecho a ser recordados y reivindicados. Sin miedos, sin acusaciones y sin rencores, sin héroes ni penitentes, simplemente porque todos llevamos encima la herencia de la dignidad de quienes nos precedieron, su cobardía y su valentía, pero sobre todo su memoria, que es también la nuestra. Les debemos, al menos, devolverles su historia y su nombre; el nombre de las rosas. Solo así conseguiremos quitarnos las muchas espinas que, aún hoy, tenemos clavadas.

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