Hace muchos años, páginas enteras de las revistas se dedicaban a una curiosa práctica: en una cantidad ingente de texto se narraban los prodigios de un libro, de un colgante, de una estatuilla... Y cuando digo prodigios me refiero a que tener tal objeto en casa suponía para su dueño un sinfín de bondades, empezando por el triunvirato de salud, dinero y amor y terminando por algo tan terrenal como la estabilidad mental. Semejante chorreo de buenas intenciones iba acompañado, a lo sumo, de un par de fotos: la primera, del artículo con el que se comerciaba; la segunda, de la persona que supuestamente había hecho uso de él y que, gracias a su milagroso efecto, se había convertido en el héroe de la comunidad de vecinos.
Reconozco que estas páginas fueron las primeras que leí en mi vida en una publicación periódica, sobre todo porque los testimonios se narraban con tanto detalle que mi mente infantil acababa creyendo que Godzilla era un gnomo de jardín dispuesto a ejercer de Cupido con el cartero. Eso o lo que se terciaria. Tal pareciera que, comprando aquello que promocionaban, se acababan todos los males y los malos. Lógicamente, no entendía por qué en mi casa nunca había ninguno de semejantes libros, colgantes o estatuillas para que todos viviéramos felices y comiéramos perdices hasta atragantarnos con los huesos. El mundo de los adultos comenzaba a hacerse hosco e ininteligible.
Con el tiempo, tal método infalible de propaganda desapareció. Nosotros, es un suponer, nos fuimos haciendo más listos y lo que antes era la herramienta para conseguir un milagro pasó a llamarse autoayuda y ocupar, preferentemente, el formato de lectura. No voy a extenderme en este género literario porque ya lo hice en otro post, solo añadir que su publicidad en las revistas mejoró mucho, sobre todo en lo que respecta al diseño de las páginas, que aligeraron contenido para solaz de quienes son de lectura breve.
Sin embargo, durante estos días y para mi sorpresa, he vuelto a descubrir aquellos tochazos de texto resucitados tal como eran, es decir, con idéntico fondo y forma. En el que vi justo esta mañana, una rolliza ciudadana de los Estados Unidos afirmaba haberse hecho rica tras comprar un libro, cuyo título no recuerdo, y abrazar sus preceptos. Ella no lo sé, pero imagino que al autor de semejante invento le deben haber caído los dólares del cielo. Eso sí es un milagro y lo demás, agua bendita.
Creo que los tiempos difíciles tienen estas cosas. Como no hay forma de que nadie nos eche una mano como no sea al cuello (más que nada porque todos compartimos desgracias), solo nos queda el refugio de lo imposible. Es lógico que en días tristes florezcan las supersticiones, medren las creencias más extrañas y los fabricantes de amuletos hagan su agosto, septiembre y octubre, todo en uno. A fin de cuentas, yo no le hago daño a nadie por llevar la cruz de Caravaca (que no es el caso) y poner velas a Santa Rita, patrona de los imposibles (sobra decir que tampoco). La imposibilidad de encontrar refugio en lo real lleva a buscar consuelo en lo irreal, confiar nuestro destino a la suerte e investigar sobre cultos y sortilegios que nos puedan, no ya atraer la fortuna, sino proporcionarnos una vida más relajada. A fin de cuentas, podía ser peor; podíamos entregar nuestra sufrida confianza a gente que solo arrojara más sal en la herida. Casi mejor tocamos madera.
A mí me parece bien el recurso que tenga cada cual para mantener viva la esperanza, siempre y cuando no haga daño a terceros Más que nada porque al fiarte de la capacidad de cambio de un objeto externo, en realidad, estás proyectando sobre él la confianza que tienes en ti. Sí, el mismo artilugio que te devuelve esa seguridad transformándola en ganas de salir adelante y en deseo de que, esta vez sí, la cosa funcione. Porque, a fin de cuentas, toda la energía que achacamos a las cosas comparten el mismo origen: nosotros mismos. El optimismo, el pesimismo, la apatía, el entusiasmo son conceptos que llevamos dentro y manejamos a voluntad incluso de nuestro subconsciente. Y, en muchas ocasiones, necesitan ser canalizados a través de algo o de alguien. Encontrar el vehículo para dar salida a los sentimientos negativos es un tormento, pero hallar aquel que sirva para que afloren los buenos es una suerte. Si uno lo disfruta bebiéndose un vaso de agua por la noche mientras habla con la luna, perfecto. Y si lo prefiere a través de una pulsera repleta de dijes aztecas, también. Creo que, poco a poco, todos nos damos cuenta de que no importa tanto el objeto, sino que al tenerlo, la confianza medra, y con ella comienza a fluir lo positivo a nuestro alrededor. No es tanto que empiecen a pasarnos cosas buenas como que lo que nos ocurre no nos parece tan malo.
Pero, claro, una cosa es la espiritualidad y otra el negocio que hay a su alrededor. Creer que alguien se ha hecho rico tras leer un libro es de papanatas. Igual que lo es pensar que el amor de tu vida volverá a tu lado tras comprar una pulsera. Podemos esperar sentados. Como decían las abuelas más sabias, la suerte hay que trabajársela, aunque sea dándole un vuelco a nuestro interior. Creamos en la magia (nuestra magia) pero, por favor, sin hacer ricos en el intento a quienes se aprovechan de la credulidad y el buen talante. Eso sí que da mal fario.
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