martes, 28 de febrero de 2012

Popular

Hay pocas cosas que se nos atraganten tanto como una película de teeenagers un domingo por la tarde. El espectáculo de adolescente-que-quiere-ser-popular-pero-no-le-sale resulta cansino, no hasta la extenuación, sino hasta la extremaunción. Lógicamente, para que el cuadro costumbrista esté completo, no faltará la rubia tonta, el galán líder del equipo de rugby y el amigo nerd con elevadas posibilidades de acabar las noches en algún cuarto oscuro.
Y, sin embargo, esta cosa con forma de película es un reflejo de la realidad. Con matices, pero la realidad monda y lironda. Si nos ponemos a recordar, y no creo que para ello tengamos que hacer ningún ejercicio de bíceps, cuando éramos pequeños lo que más nos apetecía en el mundo era gustar y formar parte del grupo. Lo deseábamos tanto que incluso creíamos que se nos iba la vida en ello. El ser popular era la razón de nuestra existencia, más que nada porque los éxitos no se contaba por logros personales, sino por el número de amigos que acumulabas. Un Facebook en 3D donde los elogios nos convertían en príncipes o princesas y la indiferencia en viles ranas sumergidas en una charca hedionda donde los demás arrojaban piedras. Como ya dije en un post, la autoafirmación del yo frente al mundo.
No obstante, el superar este proceso y convertir los traumas en aprendizaje es lo que nos lleva a la fase siguiente de maduración en la que, presumiblemente, uno tiene que pelearse consigo mismo antes de continuar batallando contra el mundo. El primer paso es entender que resulta imposible gustarles a todos, algo muy fácil en la teoría pero bastante difícil en la práctica, porque hay muchos que se quedan ahí, intentando caer bien cueste lo que cueste. No suelen ser personas que lo demuestren a las claras (normalmente mantiene un perfil bajo para no destacar ni en un sentido ni en otro), pero sí gente a la que sus actos contradicen sus palabras: en teoría no les importa caer mal, pero cuéntales la opinión negativa que tiene alguien acerca de ellos y se vendrán abajo. Si puede ser, arrastrándote consigo. La verdad desnuda no les gusta, les ofende, no la entienden y no son capaces de aceptarla porque implica reconocer lo peor de sí mismos en los ojos de los demás. El principio de no se puede caer bien a todo el mundo, simplemente, no va con este tipo de individuos. Y no es de extrañar, porque su esfuerzo les cuesta contentar a todos, sobre todo a la gente de la que saben pueden obtener algún beneficio, sea del tipo que sea.
En aras de la popularidad (sin exagerar, que un líder debe ser capaz de tomar decisiones y estos sanotes ejemplares de ser humano no están por la labor) son expertos en contarte solo lo que quieres oír, aunque ello no tenga que ser equivalente a lo que piensan. Si, por ejemplo, desean algo de ti sabiendo que te atrae el vuelo raso del cóndor, de la noche a la mañana se convertirán en entusiastas de la cría del ave andina. No les cuesta esfuerzo porque, en general, no hay nada en la vida que les guste demasiado: el entusiasmo no es su fuerte salvo que necesiten hacer gala de él para convencer a un tercero.
Cada vez me molestan más las personas incapaz de implicarse en nada, quizás porque veo en ellos a esos adolescentes americanos de las películas que se afanan tanto en agradar que dan ganas de matarlos a cámara lenta antes de que te maten a disgustos tras darles tu voto de confianza. Sí, como en aquella cinta de humor negro, Escuela de jóvenes asesinos, con Winona Ryder y Christian Slater, de la que soy tan fan. No estamos ante personas sino ante personajes, seres que se construyen un traje a medida del que tienen delante, pero que jamás se preocupan por los palominos de la ropa interior. Y no creo que sea una actitud muy sana ya que, en cuanto la vida les ponga a prueba, que les pondrá, se darán cuenta de que carecen del manual de instrucciones para solucionar el entuerto y su primer impulso será salir corriendo al más puro estilo Urdangarín.
Todos debemos aprender a lidiar, no solo con el rechazo, también con las personas. Y tenemos que reconocer que las relaciones verdaderas no se construyen diciendo a todo que sí ni a todo que no: hay un término medio; un toma y daca que puede ser hasta apasionante. La renuncia a dar una imagen siempre complaciente para mostrar una personalidad compleja, que se equivoca, que se hunde, que se levanta, que se enfada, que protesta, que se enfrenta, que ríe, en definitiva, que siente, es el mejor regalo que le podemos hacer a quienes nos rodean. Y, por supuesto, a nosotros mismos.

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