Vemos estos días un anuncio de chorizo en la tele donde una pareja observa, contrita, como sus dos hijos adolescentes prefieren salir con sus amigos antes que quedarse a cenar todos juntos al calor de la lumbre. Despechada, la madre toma la vía rápida y opta por prepararles a los churumbeles unos buenos macarrones con chorizo que hace que los chavales, chico y chica, extasiados ante el manjar, prefieran pasar la tarde con sus progenitores antes de salir por ahí a quemar las calles. ¡Qué bola más bien contada!
Bromas aparte (adolescentes, amigos y chorizos forman una ecuación muy poco cándida), la historia no se sostiene. Más que nada porque es ley de vida que los adolescentes se alejen de sus padres y que estos, en el mejor de los casos, se queden de brazos cruzados, esperando a que se les pase el trastorno. Por supuesto que siempre van a correr al olor de tu pasta, pero no de la que se cocina, sino de la otra. Y tampoco hay que clamar al cielo por ello, meter la cabeza en el horno ni flagelarse con las cuerdas de tender. Todo proceso tiene su preparación, y si mantenemos a nuestros hijos acurrucados bajo nuestros ropajes desde que nacen, es muy probable que para ellos sea un trauma salir al mundo y, para nosotros, verlos partir.
Decían el otro día unos cuantos sesudos pedagogos que a los niños hay que permitirles ya cierta autonomía a partir de los nueve o diez años. El concepto autonomía engloba desde ir solos al colegio hasta hacer recados. Todos estamos de acuerdo en que el crecimiento masivo de las ciudades no facilita precisamente los juegos callejeros ni la sociabilidad al aire libre, pero eso no debe impedir la madurez del individuo y el desarrollo de propio yo como elemento independiente y capaz. Debemos buscar otras formas. Los padres tienen miedo de soltar a los hijos y con ello están formando criaturas emocionalmente dependientes, acostumbradas a vivir sobreprotegidas de todo mal, a hundirse con el insulto y no saber reaccionar ante la traición. Pero también criamos niños caprichosos, hechos siempre a ganar e incapaces de asumir el perder como una experiencia de vida. Como se suele decir, hay que ser grandes en la victoria, pero más aún en la derrota. Jugando se aprende y, cuando digo jugar, me refiero también a arriesgar, aunque a priori tengas todas las de perder, pero no mirando el final como una debacle, sino como el cúlmen de una vivencia a la que seguirá otra, tal vez mejor o, por lo menos, abordada desde la lección aprendida.
Creo que formar niños autónomos, capaces de resolver sus problemas y encantados de saltar obstáculos, da como resultado adolescentes más confiados y menos problemáticos. La adolescencia ya resulta una etapa bastante difícil de por sí como para llegar con lastre. Es lo que tienen los procesos intermedios, ésos de que algunos no parecen querer salir nunca. Ahora mismo empiezan a surgir estadísticas de una nueva generación perdida: la de chicos (sobre todo ellos) que, hace muy pocos años, dejaron sus estudios para abrazar las mieles de la construcción. Compensaba más trabajar que hincar los codos. Pero la bonanza se acabó, y hoy los tenemos ahí, sin posibilidad ni ganas de reengancharse a una educación ilustrada ni de reciclarse en una actividad distinta porque, aunque suene fatal, no saben hacer otra cosa. Lo lógico, dentro del entramado social, es crecer profesionalmente a través de la formación, pero a este grupo se le ha negado hasta eso, con lo que tenemos un parón evolutivo que nos vamos a tener que merendar. Las posibilidades de exclusión social son tétricas, pero ahí están, paseándose de la mano de la crisis, como novios que no se quieren aunque se toleren.
Claro que siempre nos quedarán visionarios como Ana Botella para solucionar éstos y otros problemas y poner a esa panda de chavales desocupados a trabajar por la patilla -perdón, con carácter voluntario- en asociaciones y centros culturales. Para qué gastarse el dinero en hacer contratos cuando podemos disponer de alegres muchachotes y parados ociosos que nos resuelvan la faena sin pedir nada a cambio, ¿verdad, alcaldesa? ¿Cuándo se convencerá usted de que esto no es USA y de que el concepto de "comunidad" estadounidense no es el mismo que el patrio? No deje que su marido le pase más filminas de sus viajes, por favor. En fin, una gran propuesta social la de doña Ana, que en su deseo de ser santa nos va a convertir a todos en mártires. Tiempo al tiempo.
P.D.: Otra de las mías. Hace unos días oí, en una de ésas tertulias de televisión, una frase mítica. No la transcribo literalmente porque no sabría, pero más o menos venía a decir que "nadie conoce a una mujer de más de 40 años que resulte atractiva a no ser que se haya hecho retoques estéticos". Y todos los presentes asintieron. Al final va a ser verdad lo que siempre he dicho (en broma, pero ya no estoy tan segura) de que, después de determinada edad, solo te queda la posibilidad, como en épocas más antiguas, de retirarte a un convento. Yo les preguntaría a los hombres si es cierto eso de que no conocen a ninguna mujer de más de 40 que esté de buen ver sin haber caído subyugada por las inyecciones o haber pasado por el cirujano. Y como sé que es muy poco probable que este modesto blog reciba comentarios al respecto, me gustaría que alguien colgara la pregunta en facebook o lo que fuera y me contara cuáles han sido las respuesta. Yo, mientras tanto, voy gestionando lo de la vida conventual. Por si acaso...
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