Resulta un poco triste comprobar cómo ha empezado el año. Entre recortes, contenciones y amenazas varias vemos la vida pasar, deseando que la cosa no vaya con nosotros. Pero sí va, y de qué manera.
Acabo de leer que el diario Público, el medio favorito de un gran sector de la izquierda, entra en concurso de acreedores. Un eufemismo legal para no mentar lo que antes era conocido con el apocalíptico nombre de "suspensión de pagos". Entre la publicidad, que está vigilando de cerca su cortijo y se abstiene muy mucho de invertir, y la caída de ventas porque el consumo prefiere dilapidar fortuna en asuntos más básicos, los propietarios del diario han decidio agarrarse al último clavo ardiendo y rezar para no acabar quemados. Panorama ceniciento éste al que nos enfrentamos.
El posible cierre de la publicación implica un drama humano pero, también, en cierto modo, un descalabro sociomediático, al dejar vacío ese hueco ideológico que nadie, en estos momentos, se ve capaz de llenar. Hubo un intento, hace bien poco, que no llegó a cuajar, por lo que, si la desaparición de Público llega a concretarse, la tendencia progresista quedaría huérfana de soporte impreso, algo que ya nos temíamos cuando El País inició su viaje hacia el centro de la complacencia. Personalmente, no me gusta nada la concentración excesiva de medios alrededor de una sola ideología o similares. Soy muy partidaria de la pluralidad y creo que tiene que haber representantes de todas las tendencias, aunque a algunos les disguste el que les lleven la contraria.
Pero tampoco hay que obviar que la desparición de cualquier medio es el gran fracaso de esta profesión que se está convirtiendo en oficio de barraca. Con la excusa de la ausencia de publicidad, los gerentes y propietarios, muchos de ellos totalmente ajenos al trabajo periodístico, optan por el cierre en lugar de alentar el fluir de ideas. Mutan personal fijo en colaboradores (¡ay!, cuánta Seguridad Social nos ahorramos, ¿verdad?) y dejan en la calle a quienes tienen más experiencia para contratar, en su lugar, a personal que seguramente será muy válido con el tiempo, pero al que le queda mucho recorrido para hacer un trabajo mínimamente decente. Aun así, da igual. Lo que importa es ahorrar costes y, sobre todo, salvar el culo a los accionistas, los primeros en saltar del barco cuando asoma marejadilla. A nadie le importa que parezcan decisiones tomadas en pleno botellón, medidas suicidas que atentan no solo con la vida de los trabajadores, sino con el prestigio y la categoría de un oficio tan hermoso en sus buenos tiempos como antipático resulta ahora.
Veo a la gente tensa, triste y con un puntito de amargura. Incluso más dispuestos a la bronca que a la paciencia de la que partíamos hace solo unas horas. Preferimos sacar nuestro lado más chusco y escenificar con el de al lado esa batallita de Risk similar a la que se han montado Rajoy y Cascos. Los otrora compañeros, y no sé si amigos, han aprovechado estos instantes de gloria pepera para sacar a la luz viejos rencores y utilizarlos como arma arrojadiza, con el segundo amenazando al primero con mandarle a la autoridad competente. Y es que, según Cascos, esto de los recortes anunciados por el gobierno constituye una afrenta (incluso un delito) contra la comunidad asturiana que él preside. Y contra Andalucía, Galicia, La Rioja o las islas Canarias, imagino. Puestos a desbarrar, cada uno de nosotros podríamos decir que las medidas del gobierno suponen un ataque personal producto de las perversas mentes de estos chicos de derechas que no nos pueden ni ver. Aquí cada cual es muy libre de dar rienda suelta a su peculiar manía persecutoria.
Pena me da situación tan penosa. Hay crispación, temor, inseguridad y mucho sufrimiento. Si esto es solo el principio del principio, prefiero no imaginar cómo será el principio del fin.
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