A veces, yendo en el Metro, me topo con una de estas personas que recorren los pasillos pidiéndote una moneda. Lo curioso del caso es que dicho individuo procura ganarse la voluntad de los viajeros realizando un exhaustivo (y progresista) análisis de la crisis que vivimos. A voces y con criterio meridiano. No puedo menos que empatizar con él: yo me siento igual de brasas dando vueltas a la misma noria, hoy sí y mañana también, desde este blog. Además, ambos cansinos pedimos lo mismo al público que nos aguanta: la voluntad. En mi caso, la voluntad de que alguien me lea y piense sobre lo leído.
Pero no es el único ser vivo con quien me ha dado por empatizar últimamente. En lo más profundo de mi ser está naciendo un cariño verdadero hacia Islandia, aquel país que en su día fue ejemplo de evolución y bienestar para, en cuestión de horas, pasar a ser todo lo contrario, una muestra de hacia dónde puede llevarnos la ruina global en la que andamos metidos.
Los islandeses, viendo que su nación se iba a la deriva gracias a un endeudamiento marciano propiciado con alegría desde su sistema político y financiero, tomaron la más drástica de las decisiones: dejar que los bancos se hundieran en su montón de heces (hipotecas basura, creo que las llaman) sin arrojarles ni un parcheado salvavidas. A fin de cuentas (qué expresión tan oportuna, por cierto) eran las entidades quienes, en última instancia, habían conducido al país a la debacle y, como muchos intuimos tras ver nuestra primera peli del Oeste, lo mínimo que se merecen los malos es ser abandonados a su suerte, en el desierto y sin una gota de agua. Así que los ciudadanos, que en ningún momento asumieron las culpas de una situación originada desde los poderes fácticos, dejaron que los bancos quebraran sin el más mínimo remordimiento. Es más, empeñados como estaban en ejercer de shérif, denunciaron a quienes ellos consideraban culpables de semejante despropósito y hoy hay un puñado de banqueros que purgan su delito entre rejas. Que nadie me diga ahora que no desearía ser islandés o, al menos, parecerlo.
Los vecinos del muy al Norte, acostumbrados a salir de rebote en los mapas, permanecieron ajenos a las amenazas de los mercados y le hicieron una señora peineta a las agencias de calificación. "No nos hacíais ni caso cuando éramos buenos estudiantes y ahora, que hemos fallado en las ecuaciones, queréis expulsarnos del cole. Pues va a ser que no", pensarían. Así que, tras renegociar un ratito con el FMI, comenzaron su peculiar recuperación social. Una recuperación que se fundamentó en no permitir que el sector público asumiera las pérdidas de los bancos y crear la conciencia nacional de que el sistema financiero debía ser construido desde cero.
Por supuesto que hubo ajustes y no faltaron los recortes; también subidas de impuestos, aunque acompañadas de considerables bajadas, por ejemplo, en el impuesto de sociedades, justo el que favorece la creación de empresas y la reactivación de la economía. Y, sin embargo, a pesar de ir a contracorriente, de negarse a bailarles el agua a los organismos económicos de más enjundia y de mirar para otro lado cuando de acatar órdenes internacionales se trataba, Islandia sigue siendo una isla que campa, a sus anchas y a sus largas, allá por el hemisferio Norte. Sus habitantes no se mueren de hambre ni miran al continente con la mano extendida soltando la letanía de "dame algo". Vale, es evidente que tienen paro, una deuda externa de no creérsela y un fantasma de las Navidades pasadas que se les aparece cada cierto tiempo en forma de deuda gorda, pero ahí están, mirando hacia el futuro y en pleno ejercicio de su inocencia económica y fiscal como sociedad capacitada para la toma de decisiones. Es cierto que el país no pertenece a la Unión Europea y, por tanto, no tiene a sor Merkel ni al padre Sarkozy flagelándoles el trasero en cuanto se dan la vuelta. Envidia que dan algunos. Pero no es menos verdad que han demostrado una dignidad y una rebeldía de facto que ya la quisiéramos para nosotros en fechas tan señeras como, por ejemplo, el bautismo de la próxima reforma laboral que Rajoy tenga en su gloria.
Podemos ganar competiciones a montones, el festival de eurovisión y hasta el Oscar si Almodóvar se encuentra inspirado, pero hoy, yo quiero ser islandesa. Mañana será otro día.
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