sábado, 28 de enero de 2012

Caras duras

Me parece casi un acto de terrorismo social juzgar a alguien por su físico. Ya no solo rechazarlo por los defectos que creemos ver, sino adorarlo por no encontrarle más que virtudes externas. Creo que todos merecemos, al menos, una primera oportunidad, y estoy de acuerdo en que el aspecto de la mayoría es cuestión de los padres que le han parido y, por lo tanto, tiene todo el derecho a declararse no culpable.
Y, sin embargo, pienso en mi madre de pequeña cuando decía aquello de "ya se le ve en la cara que tiene". La mujer sabía muy bien quién era la persona que tenía delante tras echarle un primer vistazo. Lo curioso de esto es que, mientras yo he sido testigo de ello, no se ha equivocado ni una vez, síntoma irrefutable de que algo hay que nos lleva, incluso de forma inconsciente, a aceptar o rechazar a alguien solo porque sus facciones nos resulten más o menos agradables. Y con agradables no quiero decir ni bonitas, ni perfectas. Todos nos hemos sentido atraídos, en uno u otro momento, por gente que no pasaría ni el primer corte a Míster o Miss y que, sin embargo, ahí están, actuando como imán capaz de derretir nuestro polo. Un rostro nos repudia o nos encanta, sí o sí, sin necesidad de agarrar un metro y empezar a calcular la distancia que hay entre ambas orejas. E insisto en que no solemos errar en nuestras apreciaciones sobre la cruz que acompaña a semejante cara.
No obstante, creo que en toda estas facultades paranormales, algo debe de haber que nos hace captar elementos dispares unos de otros. Una cosa es la apreciación individual y otra la subjetividad global, que tal vez esté íntimamente relacionada con el hecho de que no todos miremos de idéntica manera ni busquemos lo mismo. Si no, por ejemplo, no entiendo cómo se han podido producir expedientes x tan marcianos como la elección de Camps para ejercer y envilecer la presidencia de la Comunidad Valenciana. Basta echarle un vistazo, con traje o sin él, para intuir por dónde va. Lo mismo ocurre con su colega Costa, que aun no siendo desagradable a la vista, en cuanto hace un gesto de los suyos o mira de soslayo (si abre la boca apaga y vámonos), te entran ganas de invadir Polonia. Y, a pesar de todo, siendo conscientes de que sus caras son el espejo de unas almas bastante roídas, han conseguido reunir a su vera a un montón de acólitos. Misterios tiene la vida. Igual de misterioso que podría ser el no ver qué tipo de ser humano es y era Aznar. Un cosa es no querer aceptar lo que se intuía -nos suele ocurrir mucho, paradójicamente-, pero bien a la vista estaba.
Siguiendo con este razonamiento de todo a 1 euro, estoy de acuerdo con Javier Marías en que la cara de Chacón, aparte de su facilidad para hacer pucheros y mohínes, lo que es a mí, no me dice nada. Asimismo, pienso que Esperanza Aguirre tiene el rostro de maestra mezquina, capaz de expulsarte una semana del colegio por no darle los buenos días. Y que Ana Botella da siempre la impresión de no enterarse de dónde está ni por dónde pisa y, lo que es aún más peligroso, querer ser otra persona.
Porque lo que sí se ve, se nota, se siente, es la gente con complejos. Uno se da cuenta cuando está con alguien dueño de una inseguridad muy marcada aunque se empeñe en ocultarlo. Yo siempre he dicho que me da mucho miedo que se le otorgue poder o ascendencia a gente que no ha sabido asumir o solucionar sus complejos. Más que nada, porque, una vez asentados en una posición que les resulte más o menos cómoda, van a buscar su redención a través del castigo a los demás. Es como un niño al que han pegado en el colegio de pequeño; cuando se sienta más alto, más grande y más dueño de sí mismo, abandonará el papel de víctima y pasará a ser agresor. No se trata de una ley cien por cien demostrable, pero estoy convencida de que la casuística avalaría esta teoría. Es más, hagamos un acto de reflexión interna y comprobaremos que, en algún momento, hemos sido parte damnificada en un conflicto con alguno de estos especímenes.
También parece innegable que todos hemos tenido en algún momento algún complejo. Pero lo más curioso es que hubiéramos seguido ajenos a ello si alguien, maldita la hora, no se hubiera empeñado en que observáramos y penalizáramos un detalle que hasta entonces no nos importaba tanto, convirtiéndolo en un señor complejo. Si a una niña le dices de pequeña que tiene los dedos de los  pies muy grandes, ella empezará a reparar en sus extremidades y hasta es posible que, de mayor, se niegue a llevar sandalias. Lo mismo ocurre con las parejas: es más habitual de lo que pensamos que un hombre salga corriendo asustado por no dar la talla ante la supuesta inteligencia de una mujer. En lugar de sacar provecho de estar al lado de una persona que le puede aportar visiones nuevas, mayor cultura o lo que sea, le nace un complejo que no es capaz de controlar. Y lo peor es que los complejos tienen el mal vicio de crecer y nutrir nuestro lado más inmaduro. En este caso, el tamaño importa. Mucho.
Me pregunto si Rajoy, con esa manía suya de parecerse más a un cuadro pintado en la pared que a un político de raza, tendrá algún complejo. Aparte del de empollón, me refiero. Porque si lo tiene, que no me extrañaría, apañados vamos. No quiero ser agorera, pero, en mi opinión, uno de los hombres más acomplejados que España tuvo la mala suerte de padecer fue Francisco Franco, y ya sabemos todos cómo transcurrió y acabó la tremebunda historia: con un señor llamado Juan Carlos I coronado rey. ¿Otro acomplejado? Por las reseñas que he leído del libro de Pilar Urbano se intuye que sí.
El que no sé si tiene complejos pero estoy convencida de que se ha agenciado una cara más dura que los alerones de una aeronave es Ferran Soriano, presidente de Spanair. De la noche a la mañana, y en cuanto la Generalitat y los árabes le han negado los dineros, el hombre ha decidido cerrar el chiringuito. Para qué luchar.... total, solo vamos a dejar en la calle a más de 6.000 personas, entre trabajadores y subcontratas. Las malas lenguas dicen que Soriano ha sido tentado por el mundo del fútbol y quería hundir la flota rápidamente para dedicarse con esmero a hundir a algún club. Me quedo hipnotizada viéndole hablar en televisión, sin mover un músculo, ajeno a toda compasión, y pienso que seguro que mi madre ya lo hubiera calado, dedicándole alguno de los epítetos más floridos que guarda en su devocionario. Seré rara, pero no me acostumbro a semejantes rostros pálidos. En mis tiempos, los capitanes eran los últimos en abandonar el barco; héroes literarios alumbrados por un genuino sentimiento de lealtad, hombres de acción que asumían cada padecimiento con fortaleza y gallardía. Ahora, el único sufrimiento que parece asolarles es el dolor de cara por ser tan guapos. Ejem.... ¡Más nos valdría encomendar nuestras vidas a las ratas!

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