Al parecer, últimamente no paro de dar noticias negativas. Pero juro por lo más sagrado (cada uno se entrega a los dioses que mejor le complacen) que yo no soy agorera de natural y es la sociedad la que me ha hecho así. Por mucho que intentemos ver lo bueno, encontrarle chispa a la vida y el esplendor a la hierba, leemos la prensa y se nos cae el alma al pinrel.
Cuando estudias periodismo, más tarde o más temprano te sueltan aquello de que "el que un perro muerda a un hombre no es noticia; lo noticiable sería que el hombre mordiera al perro". Ley de la selva aplicada a la cosa mediática. Y es que lo bueno (salvo excepciones), por mucho que nos empeñemos, no vende: lo que de verdad despierta al monstruo cotilla que llevamos dentro es lo malo, la desgracia ajena y, sobre todo, ver que hay otros en peor situación que la nuestra.
No digo yo que no nos alegremos de las buenas nuevas. Afortunadamente, todavía no hemos perdido del todo la empatía. Pero es innegable que la atracción por el lado oscuro de la información nos lleva alimentando el ADN desde hace siglos y, como diría un sesudo científico forense, ante el peso de la genética, solo queda doblegarse. Pongamos por ejemplo lo que ocurrió este fin de semana con el crucero que encalló en la costa italiana: si todo hubiese ido como la seda y el trasatlántico hubiera arribado a buen puerto, la mayoría, a día de hoy, desconoceríamos la existencia de dicho buque. Ningún periodista partiría la linotipia de su abuelo por contar el desembarco de los pasajeros sin mayor novedad en la pasarela. No obstante, un capitán papanatas y una tripulación que estaba allí para pasar el mocho a la pista de baile, han conseguido que la imagen de este finde sea la de un barco gigantesco, escorado cual Titanic sin Celine Dion amargándole la travesía.
Del mismo modo y por poner un ejemplo así, pegado a la actualidad, la reforma laboral que se avecina empieza a hacer correr ríos de tinta precisamente por eso, porque va a ser cuestión de susto o muerte. Y al igual que con la dichosa reforma, de la que ya hablaremos más adelante si Rajoy quiere, tres cuarto de lo mismo ocurre con medidas, sucesos, pérdidas de balón y otros líos del montón. No es que nos queramos recrear en lo negativo; es que nos lo ponen a huevo.
Varias personas que conozco suelen repetir cual letanía eso tan bello de "la vida puede ser maravillosa" (cortesía de Andrés Montes). Perfecto si no fuera porque entre "vida" y "maravillosa" se esconde el tiempo verbal "puede", equivalente a tal vez, quizás, a lo mejor, es posible que.... Yo "puedo" querer que mi existencia sea jauja y desear hasta con las fuerzas que me dejo cada día en los transbordos del Metro que todo sea paz, amor y la PS3 en el salón. Pero sería muy ingenua si creyera que la maravilla a la que estoy destinada no viene condicionada, en innumerables ocasiones, por factores externos que escapan a mi control. Una enfermedad, un zafarrancho económico, una derrota sentimental... cualquier cosa puede acabar atragantándonos el brunch. Y no pienso que nadie, salvo algún que otro tarado, vaya por la vida procurando que ésta sea la peor de las existencias posibles. Podemos intentar hacerles cosquillas a los demás, pero uno siempre quiere lo mejor para sí mismo.
Por eso opino que sí, que la vida puede ser maravillosa, pero que los verdaderamente maravillosos, sin condicional que lo impida, son los momentos y la gente con la que los compartimos. Es muy fatuo pretender que nuestro devenir se deslice por las sendas de la perfección y del placer; sería como sumergirnos en la irrealidad y quedar atrapados en el fabuloso mundo de Oz, sin más compañía que un peluche, un montón de heno y una aceitera. Pero en esos instantes de felicidad perecedera, incluso las malas noticias semejan banalidades. ¿El resto del tiempo? Algunos vivirán de rentas, añorando y recreándose en lo que pudo haber sido y no fue y otros, los más valientes, no se conformarán y saldrán a buscar más momentos felices. Que los encuentren es otra cosa, pero solo el hecho de perseguirlos es algo así como abordar los preparativos de un viaje: la antesala del placer, en ocasiones, resulta más satisfactoria que el placer mismo.
Andrés Montes, in memoriam
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