Narraba Rosa Montero este fin de semana en El País dos discusiones que le tocó presenciar a cargo de otras tantas parejas. Ambas con el mismo denominador común: mientras la mujer imprecaba y se desgañitaba frente al hombre, éste permanecía impertérrito, con la espalda pegada a la pared y mirando al horizonte, a ver si por fin caía el meteorito que destiñera tan tremendo marrón. Rosa hablaba de la capacidad de verbalizar de ellas y la incapacidad de ellos a la hora de expresas sus sentimientos, para acabar concluyendo que a lo mejor, solo a lo mejor, los protagonistas masculinos de la historia estaban siendo un pelín maltratados. No estoy de acuerdo y ahora explicaré por qué.
Al margen de cuáles sean las circunstancias de cada uno, a solas o dentro de una pareja, es innegable que los dos sexos tenemos una forma muy diferente de expresarnos. Mientras nosotras somos más de comunicarnos, de hablar las cosas, de contarlas, ellos no se muestran muy proclives a analizar los sentimientos y, mucho menos, a expresarlos. De hecho, es hasta habitual que, en el afán de ocultar sus debilidades y lo que verdaderamente experimentan por dentro, no cuenten toda la verdad. "No te quiero de esa forma" o "te quiero demasiado y..." son diferentes maneras de decir "tengo dudas sobre mis sentimientos, pero estoy empezando a notar algo que no me atrevo a reconocer no vaya a meterme en un lío o "esta situación me está empezando a hartar, voy a ver cómo le digo que nos demos un descanso". Si no es algo así, seguro que por ahí van los tiros. De hecho, la comunicación se rebela tan precaria entre hombres y mujeres que juraría que nosotras hemos desarrollado la intuición femenina con el único propósito de adivinar lo que a ellos les cuesta tanto contarnos.
Dicho esto, he de confesar que yo he tenido alguna que otra discusión de ésas de hombre a la pared mujer gritando, pero que solo lo he hecho cuando me he sentido humillada y/o traicionada. En resumen: víctima de una injusticia. Y a lo mejor soy un poco anormal, pero cuando compruebo que alguien que, supuestamente, me tiene cierto afecto, me ha causado daño a sabiendas y sin venir a cuento, me gusta que me diga por qué. Es lógico que acabe enfadada si no vengo cabreada de serie (hay cosas que, de no resolverse en su momento, se enquistan y no se sacan ni con fórceps), pero el que la otra persona reaccione con evasivas, intente cambiar de tema, desvíe la mirada o me salga por peteneras despierta a la bicha que hay en mí. Y cuando, aún después de soltar mi verdad a bocajarro, el contrario se limita a decir aquello de "olvidémoslo ya" me vuelve del revés. La cosa no funciona así: que yo sepa, en caso de afrenta, primero llega la petición de perdón; luego el arduo, difícil y en ocasiones imposible restablecimiento de la confianza; después, la demostración de que uno está dispuesto a rectificar y ya, si la cosa va bien (y tiene que ir muy bien) el pelillos a la mar.
Cuando una mujer le grita a un hombre, normalmente es para pedirle explicaciones sobre algo que éste no parece dispuesto a dar, bien porque no las tiene, bien porque no puede o no quiere reconocer su equivocación. Cuando un hombre grita a una mujer normalmente es para humillarla e insultarla. No pienso que en nuestro propósito esté herirles a ellos, sino desahogarnos, demostrarles lo mal que nos ha podido sentar el desaire para llegar a este extremo y pedirles que nos comprendan, que nos digan que nos calmemos, que todo está bien y que ellos van a estar ahí para cuidarnos y querernos. Y digo cuidarnos y querernos porque este tipo de discusiones solo se producen entre personas con una complicidad extrema.
Reconozco que el autismo emocional de muchos hombres puede sacar de quicio a la mayoría de las mujeres. El tener que estar continuamente jugando al juego de la adivinación no es bueno, sobre todo porque causa mucha inseguridad y bastante desconfianza. Es importante decir lo que se siente, pero nunca a través de esa forma tan masculina de "le digo una cosa para salir del paso, pero luego mis acciones demuestran otra". Eso solo siembra desconcierto, quizás alegría hoy... pero mucha tristeza mañana. Querías quedar como un rey y acabas quedando como un Duque de Palma cualquiera.
Sí puedo entender que un hombre se sienta maltratado ante los gritos de una mujer. Tanto por el hecho de la exposición pública como por el verse obligado a tener que dar explicaciones y sacar de verdad lo que lleva dentro, algo en lo que quizás ni siquiera ha pensado tanto como para alcanzar una conclusión que le satisfaga, ya no a la otra parte, sino a él mismo. Verse obligado a hablar cuando no quiere es algo que, a un varón, le huele a cuerno quemado. Y perdón por lo de cuerno. Pero es que a veces resulta imposible convivir con el mutismo masculino, con el pasotismo sentimental, con el "si eso me llamas tú" porque en realidad tengo miedo a llamar yo y notar que no te importo tanto como tú a mí. Y seguiría, pero como no soy Elena Francis y estoy bastante escarmentada con las historias de amor, no me considero muy buena consejera sobre asuntos del corazón, aunque sí una observadora decente.
No estoy de acuerdo en que el ejercicio de ira que le tocó presenciar a Rosa Montero fuera un ejercicio de violencia. Yo lo identificaría más bien como una traducción pública de la impotencia ante la aparente ceguera y sordera de esos hombres que tenemos delante. Que cada cual arregle su mundo como quiera, pero, a ellos, yo les diría algo que me reconcome por dentro: cada vez que una mujer os demuestre su malestar, no lo achaquéis a lo más fácil (va a tener la regla, está premenopáusica, se ha mosqueado con su madre....), porque, por mucho que nos imaginéis sibilinas hasta la perdición, a veces la raíz del enfado asoma tanto que ya se está convirtiendo en una enredadera. Me refiero a esas ramas de crecimiento exprés que siempre atraen a los bichos. Poned también un poco de vuestra parte e intentad solucionarlo antes de que haya que fumigar y se muera aquello que tanto costó alimentar.
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