No es un secreto que las navidades, como mínimo, me producen malestar general, dolor de cabeza y congestión nasal. Tampoco que, cada vez que oigo un villancico a menos de un kilómetro de mi torre de control auditiva, se me despierta el instinto asesino y, el día menos pensado, tenemos un disgusto. Por eso, en cuanto veo que el lobo, envuelto en espumillón, asoma las patitas, yo ya me estoy lanzando en brazos del año entrante, pensando qué nos depararán esos 365 días recién salidos del horno.
Pero ahora es distinto. Para empezar, los 365 días serán 366, que vienen a ser muchos, sobre todo si tenemos en cuanta que este 2012 llega con un mal karma que elevaría cualquier maldición gitana a la categoría de truco de trilero. Esto es como cuando te presentan al novio de tu mejor amiga tras extenderse el rumor de que es un ladrón, un broncas y un mujeriego; ya puede el hombre tener el gracejo de Santiago Segura, la cara de Paolo Nutini y la ternura del perrito de Scottex que a ti te caerá mal ipso facto. Pues lo mismo ocurre con este año recién estrenado: el pobre entra en escena con una carga tal de desastres que sin duda le dejarán baldado antes incluso de abrir el baile.
Lo más curioso del asunto es que, mientras nosotros andamos barruntando nuestras penas y haciéndonos cruces ante los malos augurios, los que se dedican a eso de predecir el futuro están como unas castañuelas, aventurando dichas amorosas, grandes logros económicos y trabajos a puntapala. El fin del mundo, allá por diciembre, nos pillará más felices que una conejita Playboy con un plátano. ¡Tiremos la casa por la ventana sin reparar en apreturas! Eso que nos llevamos, amigos.
Si echamos un vistazo -de lejos- a las predicciones de astrólogos y otros profesionales de lo venidero, observaremos que, inevitablemente, al Papa y a Fidel Castro les queda medio telediario; Obama va a tener que cuidarse si no quiere que algún loco le haga pupa; ciertos desastres naturales (por concretar) asolarán algunos países americanos y asiáticos; Rajoy tendrá un mandato complicado; el Barça va a estar inmenso; los Cáncer encontrarán el amor de su vida; los Sagitario aumentarán la familia y Jennifer Lopez se lo va a pasar pipa enrollándose con éste, con aquél y con el otro que pasaba por allí. Vamos, lo mismo que el año pasado y que el anterior y nada diferente a lo que puedo entrever yo si me da por sacarle brillo a la bombilla del baño. No obstante, a la hora de precisar déficits, enumerar recortes económicos y puntualizar subidas de impuestos, a estas personas tan vistosas y visionarias se les avería el péndulo. A lo mejor es que son de letras...
Pero aparte de tanta algarabía de pronósticos y eventualidades varias, hay una teoría que, ignoro por qué, cada día gana más adeptos: el rayo sincronizador. Cómo no, los mayas, que tenían tiempo para todo, se entretuvieron lo suyo pronosticando el advenimiento del dichoso rayo, fenómeno que, según los creyentes, tendrá lugar el 22 de diciembre de este mismo año. Lástima que suceda después del fin del mundo y nos pille a todos un poco zombificados, porque el asunto debe de ser pa'verlo.
No entiendo nada de rayos y muy poco de sincronizaciones (el que esté muy interesado en el tema que le pregunte al oráculo google, pozo de sabiduría sin fin), pero, más o menos, vendría a ser una especie de sacudida planetaria que acabará con el mundo de miseria y materialismo que nos asola convirtiendo nuestra vida -de conservarla por entonces- en un remanso de paz y armonía que ríase usted de los teletubbies. Desconozco si el fenómeno se notará en plan cataclismo cósmico, suave meneo o resacón en Las Vegas, pero si allá por noviembre empiezo a pillarle gustillo a la cosa navideña, deseo mimetizarme con el abeto y tengo unas ganas enormes de tocar las bolas, a lo mejor es que está a punto de partirme un rayo.
Pero, mientras tanto, nos quedan unos cuantos meses de tormenta (o mejor, tormento) cósmico en los que no solo chispeará, sino que jarreará. Yo no sé los demás, pero la que esto suscribe lleva desde el 20N oyendo los truenos. Los mismos que me impiden escuchar con claridad los villancicos. Mira, a lo mejor es que, en el fondo, soy una tía con suerte...
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