No puedo congratularme más de que La 2, la cadena televisiva de mis amores (si el PP no la destruye) reponga Frasier. El spin-off de la serie Cheers (a la que, por cierto, y debo de ser la única, recuerdo sin pena ni gloria, tal vez porque me pilló demasiado joven) tiene la virtud de seguir haciéndome reír con las desventuras de ese psiquiatra snob y su engolado hermano, siempre a punto ambos de caer en el abandono de un trastorno psicológico severo. Adoro a ese Martin, el padre de familia, un tipo normal, fan por igual del deporte, las cervezas y la mala leche, al que le ha tocado bregar con dos hijos intelectualoides y bastante cursis a quienes la mayoría de las veces no entiende pero al que les perdona todo. Me hace gracia Daphne, cuya misión es atender a la familia y poner palote al hermano de Frasier y a la que los guionistas le han colocado las frases más sensatas de toda la comedia. Con mucho, el personaje con más sentido común de los ahí descritos, sin desmerecer al perro Eddie.
De todo este cuadro flamenco mi preferido, sin duda, es Niles, el hermano de Frasier. Me gusta cuando se pone nervioso, cuando da rienda suelta a sus muchas fobias y, sobre todo, cuando discute con su mujer, Maris, esa pijaza a la que nunca vemos pero cuya sombra high class envuelve toda la serie. Tengo tanta debilidad por Niles como la que le profeso a Barney, de Cómo conocí a vuestra madre. Quizás porque los actores que interpretan a ambos personajes tienen mucho en común. No sé. A lo mejor necesito yo también hacérmelo mirar...
Y, sin embargo, desde aquí, y al margen de filias incontrolables, declaro mi rendida admiración por Kelsey Grammer, el protagonista, un hombre que, en la vida real, si no se ha vuelto loco, no ha sido por falta de motivos. Tal vez pocos hayan reparado en ello, pero su hermana pequeña fue, allá por el 75, víctima de uno de esos crímenes que soliviantan de vez en cuando a la pacata sociedad americana. Vale, no estamos ante un caso tan morboso como el de la Dalia Negra, sobre todo porque, en aquel entonces, ni Kelsey era actor ni su hermana conocida, pero el asunto tiene su miga (podrida). Según cuentan los diarios, Karen Grammer, entonces de 18 años, se había tomado un año sabático tras acabar el instituto y antes de comenzar la universidad. En el ínterin, había decidido mudarse a Colorado Springs, donde vivía un chico que le gustaba. Una noche, al salir de un restaurante, fue secuestrada, violada y asesinada por un tal Freddie Gleen, asesino confeso que hoy cumple cadena perpetua por éste y otros delitos similares. El encausamiento y la posterior condena de semejante carnicero no han impedido que el actor, a lo largo de todos estos años, se haya sentido y se sienta culpable por, según sus propias palabras, "no haber protegido a su hermana lo suficiente". Imagino muy difícil vivir con semejante culpa que, seguro, es tan irracional como imborrable. Entre esto, el asesinato de su padre y la muerte de otros dos hermanos en un accidente de buceo, no me resulta nada extraño que Kelsey haya quedado pelín perjudicado. Y no lo digo yo, lo cuenta su biografía en la que, así, sin profundizar mucho, nos encontramos con varias detenciones por posesión de drogas; la denuncia en contra de una de sus ex mujeres por maltrato físico; la acusación de haber violado a una niñera menor de edad; un -al parecer- intento de suicidio al estrellar su coche contra un árbol mientras iba puesto de casi todo, etc. Y digo etc porque todavía hay más. Quien sienta curiosidad, que se le pregunte a Google, que debe de tener a Grammer en sus altares de tanto como destaca.
No es extraño que, con tantos demonios interiores, el actor esté inmenso en la serie Boss, un papel por el que acaba de ganar el Globo de Oro. Kelsey se pone en la piel de un alcalde que ya venía corrupto de serie, pero al que la vida se le complica por una enfermedad neurológica degenerativa que se ve obligado a ocultar a sus allegados. El despendole que ello origina en su gestión sobre el ayuntamiento y la ciudad es de traca. Tanto que, tras ver un par de capítulos, uno acaba preguntándose si quienes nos gobiernan no estarán también medianamente tocados del ala. Una serie muy seria que, sin embargo, y a pesar de sus innegables cualidades, no ha visto ni el Tato. Tal vez porque Estados Unidos no es país para pensadores. Yo recomendaría fervientemente al mundo, y sobre todo a los políticos, que le echaran un vistazo sin cortarse. Piratas a la mar porque, señor@s: hay vida después de Megaupload. Tan segura estoy de ello como de que existe alguna que otra neurona dentro de su macarra y, en ocasiones, muy demente creador. La realidad siempre, siempre, supera la ficción.
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