Estamos que lo tiramos. Mejor dicho, que tiramos la toalla. Después de contemplar cómo ese dúo cómico formado por Camps y Costa se iba de rositas de los tribunales con los trajes puestos, son muchos los que se han declarado en España huérfanos de la justicia. No me extraña. Es descorazonador ver a la parejita, los Morancos del Banquillo, reírse de los tribunales en la cara y dar gracias a Dios por los servicios prestados cuando lo que deberían hacer es agradecerle al jurado (im)popular que, faltas ortográficas aparte, les haya otorgado el título de mártires de la ley y los sobornos.
Entre absoluciones como ésta y sentencias tan benévolas como la del caso Marta del Castillo, es lógico que los españoles desconfiemos de la justicia y de quienes la ejercen. Sin embargo, intentando abstraerme de todo este ruido mediático, opino que habría que sacar reflexiones con un poco más de sustancia. No creo ni por un momento que los jueces de ambos casos estén comprados, sometidos o chantajeados por una red de corruptos que campa a sus anchas por la piel de toro clavándole banderillas dónde y cómo les da la gana. Pienso que estos señores han actuado conforme a lo que tenían, a los medios (entendiéndose por ello no solo las pruebas sino los procedimientos) que la ley les otorga. Y que a lo mejor no han llegado a una conclusión más deseada por todos porque eran las propias normas las que se lo impedían. A mi entender, la raíz del problema no reside tanto en la forma en la que el hombre imparte en justicia, sino en la debilidad y carencias de los instrumentos que se le han otorgado para ello. Quizás tengamos un sistema judicial que necesita una revisión, adaptarse a otros tiempos, a otros delitos y, sobre todo, a otra opinión pública, pero no nos toca a nosotros culpar a un profesional cuando lo que falla es el entramado laboral del que forma parte.
Por ejemplo, siempre he dicho que a mí esto del jurado me parece muy pintón para las películas americanas, aunque de dudosa eficacia en la práctica. No sé los demás, pero yo me considero incapaz de emitir un juicio sobre alguien. Primero, porque no sé de leyes; segundo, porque probablemente acuda al tribunal con una actitud preconcebida sobre el acusado y, tercero, porque, en una situación así, es muy difícil que la responsabilidad por hacer un buen papel no te pueda y acabe distorsionando tu raciocinio. A fin de cuentas, en situaciones de nerviosismo y toma de decisiones tenemos la subjetividad a flor de piel. Y ya sabemos que la subjetividad no siempre enseña lo mejor de sí en los momentos importantes. En resumen: opino que darle la potestad de decidir sobre el castigo a gentes que no tienen o tenemos ni la más mínima idea de cuestiones de Derecho debería ser, al menos, objeto de revisión. Si para poner un tornillo necesitas hacer un cursillo de tres semanas, no entiendo cómo, cuando se trata de decidir la culpabilidad o inocencia de alguien solo puedes armarte de tu conciencia y honor y unas notas a pie de página. Así, sin haberte matriculado en un máster ni nada. A mí que me lo expliquen.
Comprendo que todos estemos como estamos: desmotivados, decepcionados y pasotas. No nos damos cuenta de que nos hemos convertido también en jueces de sofá, sin la presión de un jurado sentado en una sala, por lo que nos creemos capacitados para dictar sentencia sin habernos leído el sumario, escuchar a las partes o saber un mínimo sobre los diferentes códigos que nutren el derecho español. Y, no obstante, estamos convencidos de que la razón nos acompaña porque tenemos algo más evidente y mucho más cabal que la mayoría de las leyes: el sentido común. Ese sentido común nos dice que las cosas no deben ser así y que hay que encontrar la manera de corregir los renglones torcidos de semejantes sentencias absurdas, antes incluso de presentar el obligado recurso a instancias superiores. Creo firmemente que, cuando el sentido común se convierte en conciencia pública y casi universal, algo falla en este modo justiciero de aplicar la justicia. Ahí es donde tendría que empezar a actuar el poder reformador de quien lo ostenta. No quiero señalar, pero miro de lejos a Gallardón y otros chicos del montón.
El siete de febrero empieza la ronda de manifestaciones que, sin duda, convocarán los sindicatos este año. No veo yo que haya un ánimo de protesta enérgico y vinculante. Muy al contrario, percibo tanto hastío que me dan ganas a mí también de meterme en la cama, dejar que se me pase el gripazo que tengo encima, y amanecer en primavera con flores a María. O después del fin del mundo, para escuchar el concierto de arpa que nos tienen preparado los sufridos querubines alados.
El otro día, leyendo una nota sobre los perfiles de los nuevos concursantes de Gran Hermano, no vaya a ser que un día necesite hacer un post al respecto, recogí unas líneas referentes a uno de ellos que quiero reproducir aquí. No recuerdo el nombre del interfecto (llamémosle X), pero la persona que escribía lo definía como: "Chico que no parece haber hecho jamás el mínimo esfuerzo por conquistar a una mujer. En realidad, parece que no hubiera hecho nunca un esfuerzo. Y punto. De momento va por donde le marca el viento, con una mezcla de pasotismo y despreocupación que puede beneficiarle hasta el momento que empiecen a surgir conflictos importantes. Entonces veo posible que no sepa responder a la exigencia de un mínimo compromiso". Una de esas personas, imagino, que, sex appeal aparte, se adaptan al medio pero que no son capaces de reaccionar cuando el medio se vuelve hostil intuyendo su propensión a arrimarse a la mejor sombra. Un comportamiento que me merece todo el rechazo del mundo porque, seguramente, soy capaz de despejar la incógnita y ponerle nombre (o nombres) al personaje. Es más: estoy convencida de que todos conocemos a alguien así; el mismo perro aunque con distinto collar. Por favor, no nos contagiemos de su empeño en caer bien aunque sea a costa del dolor de los demás. Ni mucho menos de su desgana, de su insistencia en hacerse el héroe de boquilla y agachar la cabeza cuando tiene un contrincante al que considera superior, aunque no lo sea moralmente. Participemos de la vida pública, exijamos que se cumpla nuestro derecho a ser beneficiarios de una justicia impecable y certera y pidamos que el caballo del malo llegue el último como corresponde. Y, mientras tanto, y que nadie se asuste por lo que estoy a punto de soltar, no esperemos mucho de otro caso mediático, el que tiene como protagonista a Urdangarín. Lo digo con convencimiento y con unas ganas enormes de estar equivocada. Que conste en acta.
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