Hay cosas que conviene no tocar, al margen de las narices y los huevos. Pero esta verdad verdadera no nos impide hacerlo, sino todo lo contrario. Desde que somos pequeños es oír "¡no toques eso!" y correr a manosearlo, sobarlo y lamerlo si es preciso. Se trata de un impulso irreflenable, una atracción secreta y misteriosa que nos conduce hacia lo prohibido cual coyote tras el correcaminos. Incluso, ya de mayores y curtidos en mil botellones, impedirnos el acceso a algo lo convierte en deseo irrefrenable, por cuya realización no nos importaría nada deshacernos de lealtadas y fidelidades. Como diría Oscar Wilde, "logro resistirlo todo, salvo la tentación".
Será por eso que no hay nada más goloso para determinados gobiernos que meter mano en aquello que les es ajeno. Y ya no me refiero solo a que pertenezca a otros, sino a que les resulte extraño o, incluso, estrafalario a nivel social y cultural. Ha ocurrido desde siempre, sobre todo cuando un país emprendía la conquista de otro, con el objetivo de adherir territorios a la causa y someter a la población autóctona. Todos hemos estudiado la colonización en el colegio y los desmanes que se cometieron en aras de la ambición y el poderío económico. También somos conscientes de lo que costó, sobre todo en algunos países de América, llegar a un consenso jurídico, social y político que permitiera la convivencia pacífica de diferentes comunidades. En ocasiones, los conflictos entre los distintos grupos con costumbres opuestas han tardado siglos en recomponerse (muchas constituciones mediante) y hay todavía lugares en los que los problemas subyacen o, directamente, son objeto de debate político, cuando no de desorden social.
Digo esto porque, allá en México, en la zona minera de San Luis de Potosí, existe un lugar sagrado llamado Wirikuta. Se trata de un enclave mágico para los indios wixárika, a donde acuden en peregrinación al menos dos veces al año, que alberga su planta sagrada, el híkuri (peyote para los amigos) y en el que, según sus tradiciones, se originó el sol. Wirikuta es un área natural de más de 140.000 hectáreas protegida desde el año 1994. Con dicha protección se garantizaba que no sería urbanizada, ni explotada, ni entregada a intereses espúreos. Tal voluntad se reafirmó en un nuevo tratado de 2008, el mismo que el gobierno mexicano, con Felipe Calderón a la cabeza, se pasa hoy por los bigotes.
La excusa para saltarse a la torera el chorreo legal es tan encomiable como la que esgrimieron en su día los gobiernos autoómicos en su esfuerzo por cargarse el litoral español: el bienestar general. Entendiendo por bienestar general untarse de millones y dar trabajo a un montón de paisanos que, visto lo visto, seguro que hoy estarán manga por hombro, pero mañana.... ay, mañana... En el caso mexicano, las autoridades han otorgado nada más y nada menos que 22 concesiones a la empresa minera canadiense Firs Majestic Silver, que ya se encuentra sacando brillo a la tuneladora para poner en marcha un buen puñado de minas de oro y plata en la zona. Está claro que a los indios, esto de tener materiales preciosos, siempre les ha perjudicado seriamente la salud.
Va en serio. A poco que hayamos visto alguna película de ésas que echan los domingos por la tarde con tintes pseudoecologistas, sabremos que uno de los daños colaterales de las modernas explotaciones mineras es la contaminación del agua debido a los residuos químicos provenientes de la industria extractiva. Entre ellos, el cianuro, que tanto le gustaba a Agatha Chritie para alegrar las cenas de sus novelas.
Yo me pregunto qué diría Calderón, ese señor tan campechano, y los suyos si, de pronto, Rajoy le propone, ya no cavar un cementerio nuclear en Cuernavaca, sino poner un Cien Montaditos en el altar de la basílica de Guadalupe. Hubiéramos dado salida a todos esas bombas racimo que algún ministro español tal vez guarde en el aparador del salón. Y tampoco creo capaz a Calderón de sugerir, qué se yo, montar una destilería de tequila en La Meca. Sin embargo, aquí lo tenemos, profanando lugares sagrados y subyugado ante el fortunón que le ha plantado encima de la mesa el amigo canadiense.
En mi inocencia, creo que antes que el negocio está el respeto. Y me parece indigno que el máximo dirigente de un país muestre tan poco aprecio hacia las costumbres, seculares y plenamente aceptadas, de una parte de su pueblo. ¿Qué hubiera hecho si, en lugar de india, Wirikuta hubiera sido una comunidad judía o musulmana? ¿Se hubiera achicado? Probablemente. Pero no lo es, y esta costumbre de "dejamos a los indios a su bola mientras no nos toquen los tambores"es muy hipócrita. Porque a los indios los tambores les gustan de siempre y, sobre todo, porque hay cosas que son, sencillamente, innegociables.
http://salvemoswirikuta.blogspot.com/
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